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Cuento de Mª Luz González Rubio
Escritora,
Mujer de Negro contra la guerra, Madrid (España)
La placeta hoy, como ha ocurrido con la plaza, se ha quedado sin gente. En verano tiene algunos vecinos más, pero en invierno no se ve salir humo de ninguna chimenea. Pasas por las puertas, cerradas a cal canto, y parece un lugar derrito. Bajas la cuesta hacia las escuelas, donde, afortunadamente, todavía se oyen voces de niños en el recreo, y ahí, a la derecha se oye una música de laúd a las horas más insospechadas. La música sale de la ventana de la única casa habitada en invierno..
No sé si sabréis por qué.
No os voy a desvelar todo el misterio. No quiero quitarle encanto a la placeta. Solamente, os voy a contar una historia que explica esa música ahí, en ese lugar del pueblo. Una historia que, aunque os parezca un tanto fantástica, pudo ser verdad.
Los hechos se remontan a un pasado de siglos, cuando el pueblo todavía no era una villa, cuando el señor Diego López de Haro aún no había construido el castillo que lleva su nombre al lado del río, ni su apellido había pasado a formar parte del nombre del pueblo y de todos los de alrededor.
Era un tiempo en que Villaescussa (no sé cómo se llamaba entonces) se movía todavía al ritmo del canto del almuédano. Lo mismo pasaba en Tresjuncos, Alconchel, La Almarcha, Almonacid, Albacete (Al Bazit), pueblos y ciudades que, con pequeñas modificaciones, han conservado sus nombres de aquella época.
Eran años de decadencia, también entonces. La mezquita de ladrillo rojo estaba a punto de derrumbarse y nadie se molestaba en arreglarla porque los musulmanes más pudientes, los que tenían algo que perder y no dependían del fruto de la tierra para su sustento, hacía mucho que se habían ido a vivir a otra parte. Los más ricos hacia el sur, a ciudades más prósperas del califato y los más pobres a lugares más seguros en torno a la Atalaya, torre de vigilancia entre los pinos, que el Gobierno de Córdoba había mandado construir para desde allí divisar cuando venían los guerreros cristianos del norte y acudir a defender a los campesinos de los alrededores.
La gente quería vivir en paz. En el pueblo habían convivido musulmanes y cristianos en armonía durante largos años. Si bien a estos últimos no les estaba permitido construir iglesias, sólo conservar las que ya estaban construidas desde el tiempo de los visigodos, por la zona había unas cuentas ermitas y allí acudían los mozárabes, (cristianos que vivían bajo la autoridad del Islam) a celebrar su culto. Los nombres de estas ermitas evocaban la clase de milagros que la gente iba a pedir allí con sus rezos y exvotos: la ermita de la Salud, la de Santa Bárbara, protectora de las tormentas, etc.
En ese lugar de donde sale hoy la música, vivía una familia de músicos muy respetados por su comunidad. Acudían a amenizar todas las fiestas, bautizos, bodas y entierros. Para cada celebración tenían un repertorio distinto. La gente los contrataba siempre que había un acontecimiento de estos y les pagaban muy bien, la mayoría de las veces en especie: una docena de huevos, un saco de trigo, un anafre de aceite, un cesto de frutas o vegetales del tiempo. Incluso había algún rico que les pagaba con dinero. Pero a ellos tocaban igual les dieran poco o mucho. No porque les dieran una moneda de oro iban a tocar mejor. Tocaban por amor al arte. La música era una casa sagrada para ellos y hubiera sido un sacrilegio tener tratos de favor con algunos por el solo hecho de que pagaran mejor.
Como les pagaban muy bien no tenían que ocuparse de trabajar en el campo o en otros oficios para poder comer, así que siempre estaban dispuestos a tocar cuando se lo pedían. Al libertad.
Durante muchos, muchos años, todo el pueblo pudo disfrutar con su música que alegraba los corazones de la gente, los consolaba en los entierros y los animaba a bailar unos con otros y hacerse amigos.
Pero un día alguien pensó que había que formar un ejército por si acaso atacaban los de los otros pueblos. Este señor convenció a las autoridades, que hasta entonces habían vivido en paz, de que tenían que llamar a unos soldados de fuera para que les enseñase a manejar las armas y poder matar a los enemigos.
Vinieron los soldados y los tuvieron que alimentar y alojar en sus casas. Venían con uniformes muy bonitos, así que las chicas los preferían a ellos en vez de a los chicos del pueblo.
Estos dejaron sus trabajos y se dedicaron a aprender el arte de la guerra que es el de matar primero para que no te maten a ti. Con el dinero que tenían ahorrado se hicieron vistosos uniformes y tuvieron que pedir dinero prestado para comprar las armas. Como todo el mundo quería una, se encarecieron los precios y el pueblo se arruinó. Ya no había gente para trabajar porque los jóvenes se pasaban el tiempo en el Ejército, no había apenas cereales, ni frutas ni vegetales, ni gallinas ni huevos…
Con los soldados en el pueblo la gente se olvidó de celebrar las fiestas como antes y ya no llamaban a los músicos. No les llevaban huevos, ni vegetales, ni trigo…
Una mañana decidieron irse del pueblo dónde habían vivido siempre y buscar otro sitio dónde poder vivir sin traicionar su arte. Se fueron todos menos los abuelos a los que las piernas no les permitían grandes caminatas. Y como ninguno en esa familia podía vivir sin tocar cada día algo de música, se quedaron con un viejo laúd para entretener la espera hasta que los hijos regresaran.
Llegaron al pueblo de al lado, y cual no sería la frustración de la familia de músicos al ver que también allí se estaban armando para la guerra. Al ver que venían del otro pueblo, lo detuvieron como enemigos y menos mal que como las armas de verdad aún no les habían llegado no los pudieron matar. Los llevaron a la cárcel y los acusaron de pertenecer al pueblo que quería invadirlos ¿por qué si no habían comprado tantas armas? Ellos no se iban a quedar atrás. Si querían guerra, iban a tenerla. Para defenderse estaban preparando un ejército mucho mayor que el de ellos.
Cuando llegaron las armas, mataron a los músicos “por precaución”, no fuera ser que fueran espías y después, como eran más y mejor armados, de manera preventiva, atacaron al pueblo vecino para defenderse.
Cuando llegaron las tropas del pueblo de al lado, los abuelos, como todos los días, estaban sentados junto a la ventana tocando el laúd. Dicen que ese día la música sonaba mejor que nunca. Que incluso los soldados que vinieron a prender fuego a la casa se quedaron quietos un momento antes de echar la tea encendida sobre el techo de paja. Y que las notas eran sublimes. Tanto que uno de los soldados se arrepintió y tuvo la debilidad de intentar apagar el fuego incipiente con su turbante. Pero el oficial al mando, que lo vio todo, lo acusó de traición y de faltar a su deber. Sacó su sable y lo ajustició allí mismo.
Entonces cambió el tono de la música que sin dejar de ser alegre se tornó compasiva.
El techo empezó a arder y los viejecitos siguieron tocando cada vez con más energía. El fuego de las llamas borró su silueta pero todavía se oía su música.
La casa se derrumbó, todo se redujo a cenizas y escombros y aún así, se seguía escuchando la música. Dicen que se siguió escuchando durante mucho tiempo y que todavía hoy se escucha.
Estoy embriagado de amor por Ti
Y no necesito vino fermentado.
Soy Tu ave
Libre de la necesidad de semilla
Y a salvo de las trampas del cazador.
En la Kaaba y en el Templo
Tú eres el objeto de mi búsqueda.
De otro modo estaría libre
De ambos lugares de adoración.