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Paisaje urbano en los Balcanes, de Luz González

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Licenciada en Ciencias de la Información y en Filología Hispánica. Ha trabajado como periodista en distintos medios de comunicación, como cooperante en programas de cooperación para el desarrollo en Nicaragua y Colombia, así como profesora visitante en Estados Unidos y Holanda. En la actualidad enseña Lengua y Literatura en el IES Blas de Otero de Madrid. Tiene amplia experiencia literaria con la publicación previa de varias novelas como “En Kabul vuelan cometas. Vida de una mujer sufí en Afganistán”, “Buena gente de Villaescusa”; “De la República y la guerra. Memoria de un pueblo en zona republicana”, “Sangre de la luna” y “Querido hermano”, publicada en 2013. Ganadora también del II Certamen de novela Cuenca histórica 2014 y finalista del Premio Internacional de Novela Feminista.

Paisaje urbano en los Balcanes

Versión imprimible pdf (19 págs.)

El tiempo cura las heridas, es verdad. Las mías ya no duelen tanto, ya no están en carne viva, quedan pocas cosas vivas en mí. Me levanto cada mañana, hago mi trabajo, como, duermo, amanece otro día, suena el reloj y vuelvo a empezar. Así todo el año hasta que llega julio. El once de julio, aniversario de la masacre, una más de las que se han perpetrado en los Balcanes a lo largo de los siglos. 

Fueron las imágenes de Sbrenica en TV, los pequeños ataúdes verdes amontonados en Potocari y las mujeres llorando junto a ellos, lo que me sacó de la somnolienta parálisis que se había apoderado de mí. Mis heridas volvieron a sangrar, pero en vez de apagar el aparato seguí mirando y lloré yo también. Las lágrimas me hicieron bien. Fue entonces cuando decidí que tenía que hacer algo para no sentirme muerta del todo. Podía haber apagado la TV como otras veces y seguir mi vida vegetativa de todos los días, pero ocurrió algo nuevo. Vi a aquellas mujeres serbias, junto a las bosnias, llorando como lo hacía yo en aquel salón, a miles de kilómetros de distancia. Ellas, sin embargo, hacían algo más útil ayudando a recuperar la memoria de los crímenes y pidiendo justicia.  Me mostraron el camino que había que tomar. Me faltaba el valor, pero había que hacerlo: tenía que volver.

Aún no sé de dónde he sacado fuerzas para emprender el viaje, pero lo he hecho. Estoy en Mostar.

Como antaño, hay autobuses en la plaza. Autobuses nuevos con matrículas distintas, también nuevas, de países de la Unión Europea: Italia, Alemania, Croacia…hasta de Serbia y de la República Sprska. Muchas cosas nuevas,  otras, aunque cambiadas,  todavía reconocibles como el rostro de las personas. Los que eran niños crecen, envejecen, las mujeres pueden llevar maquillaje y haber renovado su apariencia, pero por mucho que cambie el semblante, y se transformen sus rasgos, los que una vez  conocieron a esa persona la siguen viendo a pesar de todo. 

También en 1993 había autobuses en estas calles, muchos más autobuses, y camiones y coches. Los había nuevos y viejos, desvencijados y sucios, grandes y pequeños, casi todos con matrículas “nuestras”. Venían los desplazados de otros pueblos y se iban los de aquí, unos obligados y otros voluntariamente.
El nueve de mayo del noventa y tres se fueron por fin las tropas serbias. “Arriba Arkan y abajo Sukan”, decía la gente, comparando la crueldad de este paramilitar serbio con el diablo. Habíamos vivido atemorizados por los Berli Orlovi, la milicia de largas barbas, las cabezas cubiertas con aquellos gorros con calaveras, las bufandas negras al cuello y las insignias de águilas doradas. Respiramos con alivio, pero nos duró poco: entró el ejército croata y la guerra continuó. El mismo día en que celebrábamos la victoria contra el fascismo de los chetniks, el ejército croata, desde las montañas, dejó caer más de cinco mil obuses sobre la parte oriental de nuestra ciudad. Tuvieron suerte los que se habían ido, aunque se los hubiera llevado Sukan. Cuando uno está muerto no sufre, y aquí nos dejaron sumidos en otro infierno. No debía de haber mucha diferencia entre el de arriba y el de abajo. “Abajo Arkan también” tendríamos que haber gritado.

El instituto Heliodrom se convirtió en campo de concentración. En cada una de sus aulas, previstas para no más de treinta alumnos, se hacinaban más de ciento cincuenta personas. Allí llevaron a los musulmanes, a todos los mayores de dieciséis años, dijeron que para que no pudieran empuñar un arma. Solo dejaron a los ancianos y a los niños, a los que no mataron.

Tú ya te habías ido, afortunadamente, y yo me quedé en la parte occidental avergonzada de pertenecer al bando de los agresores.

Después de tantos años, bajo yo también de un autobús en el mismo sitio en el que tanta gente, entonces, bajaba sin saber qué futuro le esperaba.

Bajo entre los turistas como una más y camino decidida hacia una dirección sin necesidad de guía ni de mapas.

Los demás viajeros se quedan rezagados, unos entran en la oficina de turismo, y otros buscan los bares más próximos. Yo me dirijo hacia el puente viejo, ardo en deseos de ver cómo es, de comprobar si la nueva edificación ha conseguido suplantar al que destruyeron los míos.

Allí está, otra vez abrazando las dos partes de la ciudad, como si no hubiera pasado nada. En vez de banderas nacionalistas, en el pretil de piedra hay banderolas de una marca de bebidas. En lo alto, subidos en la piedra, unos jóvenes en bañador se disponen a arrojarse al vacío como reclamo comercial.  Los clavistas siguen siendo la  atracción.

Me mareo y tengo que apoyarme en una de las paredes. Lo hago disimuladamente para no despertar la atención de nadie.

Es absurdo esperar ver caras conocidas, no puede quedar gente de entonces. Y si por un casual hubiera alguien, habrán olvidado. No solo las arrugas y las canas me han transformado, también mi atuendo, el pañuelo en la cabeza y las gafas, sin las cuales apenas veo. 

Hace unas horas, todavía caminaba por las llanas y ordenadas calles de Amsterdam. A través de los grandes ventanales, sin cortinas ni persianas, sus habitantes se dejaban ver comiendo, leyendo o sentados en el sofá frente al televisor. En cambio, en Mostar, como en cualquier ciudad de Bosnia,  las pocas casas que están habitadas permanecen cerradas a cal y canto, solo la luz del interior delata que alguien vive en ellas.

Conforme avanzo siento con mayor viveza los estragos de la guerra; su huella está en los agujeros que aún no han quitado de las paredes, en los boquetes, en los huecos vacíos en las calles que delatan la ausencia de edificios en los lugares donde estaban antes. Nada de lo que veo me permite olvidar las imágenes dolorosas que guardo de mi ciudad. Todavía espero ver los muñones del puente, la amputación que le hicieron para que no siguiera abrazando a los dos barrios, para impedir que nosotros siguiéramos abrazándonos.

Camino por las mismas calles de antaño intentando recordar cómo éramos antes de la catástrofe, cómo eran estas calles y los que habitaban en ellas, pero el pasado más inmediato se interpone. Desecho los tiempos de la guerra y afluyen los del exilio: el agua tranquila de los canales holandeses, las bicicletas silenciosas que circulan de un lado a otro, la risa de los niños, los parques…
Debería sentir añoranza por el país que me acogió, pero solo siento envidia y rabia. 

Escucho el rugido del Neretva  que baja con estruendo de las cumbres - no en vano le llaman a esta parte de la ciudad la colina del Ronquido - y me siento otra vez en casa. Todavía hay lazos que me atan a este lugar, todavía ni el dolor ni el tiempo han conseguido arrancarme de esta geografía.

Aunque es primavera tardía, los picachos de las montañas se ven blancos. Pronto la nieve empezará a derretirse y aumentará el caudal de los ríos. Esta agua, que hoy baja gris por el arrastre, dicen que en un tiempo bajaba roja por la sangre de los muertos. Podían verse cadáveres de hombres arrastrados por la corriente y  nadie se atrevía a bañarse en el río, que se había convertido en un cementerio más. Otro cementerio de los muchos que empezaron a poblar las ciudades. No hay un libro Guinness para ellos, ni tenemos  afición en estas tierras a competir en estos inocentes, aunque insulsos, récords. Si lo hubiera, seguro que ocuparíamos un lugar de honor en el famoso libro. Ganaríamos por tener la mayor concentración de tumbas por habitante del mundo. Tuzla, Sbrenica, Sarajevo, Visograd, Gorazde, …  Cualquiera de estas ciudades, por sí sola se llevaría la palma si se midiera el  tamaño y el número de los cementerios. De todos los cambios que contemplo,  lo que más me llama la atención en este viaje de vuelta es esta proliferación de tumbas que invaden el espacio de los vivos.

Lo único inalterable es el rugido del Neretva y la abrupta naturaleza del entorno.

Mi vieja ciudad no existe ya. Todavía quedan escombros y algunas casas vacías pero nada más. Ni siquiera los árboles son los mismos. Los viejos debieron de arder con los bombardeos, ya no se ven los troncos anchos y nudosos de antaño, a los que era imposible abrazar por mucho que estiraras los brazos, los de ahora son abarcables con una sola mano. Es extraño que tallos tan endebles soporten ramas de fronda tan exuberante. Han crecido a la par que las tumbas, con la misma celeridad.  Sus raíces se hunden en la tierra, junto a los cipos funerarios, recientemente levantados. Posiblemente, se nutran con el abono fértil de los cuerpos allí enterrados.

Nombres masculinos la mayoría, debajo de la media luna y la estrella, que han grabado en las pirámides de piedra, apiñadas una junto a la otra para ahorrar espacio. 

¿Fuera de Bosnia habrá algún otro sitio con tantas huellas de la muerte?
Pegando a los cementerios se ven algunas casas nuevas, levantadas apresuradamente con la ayuda internacional.

Cruzo el puente viejo, siempre se llamará así aunque esté totalmente reconstruido. El mismo emplazamiento y la misma silueta, como una réplica exacta de nuestro Stari Most.

Piso con emoción las flamantes piedras relucientes, casi nuevas, y levanto la vista a ambos lados. La música del anuncio y las voces de los turistas no restan solemnidad a mi acto. Son muestras de la normalidad. Hay que dar gracias a Dios. Ha vuelto la vida y el murmullo de la actividad cotidiana ha sustituido al estruendo de los bombardeos y de las balas de los francotiradores.

Jamás beberé esa bebida que anuncian. Me indigna que aprovechen la tradición de saltar al río desde gran altura para publicitar algo tan foráneo y capitalista. Yugonostalgia lo llamarían los psicólogos. Puede ser. ¿Para qué ha servido la guerra? Para nada, para embrutecernos más, para humillarnos, para mutilarnos…  

Muchas veces he pasado de una orilla a otra por este puente y cuando lo hacía pensaba en los miles de personas que habían cruzado antes que yo a lo largo de esos quinientos años desde que se edificó. Miraba hacia lo alto, a las dos torres, Tara y Halabija, e imaginaba apostados allí a los guardianes de la ciudad, presencias amables, ángeles custodios invisibles, uno croata y otro bosnio, uno cristiano y otro musulmán. Los dos personajes de leyenda, salidos de mi imaginación y de los cuentos que leíamos de pequeños.

Era, y es, un puente pintoresco, familiar, claro y sin sombras. Han hecho bien en volver a poner piedras blancas en su suelo.

Siempre me gustó el puente viejo. Lo veía como un brazo extendido con  el que se abrazaban las dos partes de la ciudad. Símbolo de lo que representaba nuestra unión, la de Lepa, de la parte Oeste, y Muhamed, el de la parte oriental, una croata y un bosniaco, (balijas, los llamarían después despectivamente). Nuestros nombres, igual que nuestros barrios, delataban nuestras identidades, pero entonces ni nos dábamos cuenta. Era mayor lo que nos unía: la misma ciudad, el mismo país, la misma lengua, la misma historia reciente, … nuestros proyectos de una vida en común, nuestro amor. 

Tanto nos gustaba el Stari Most que decidimos vivir cerca de él en una casita de madera, la más pobre y renqueante de las antiguas que quedaban en aquellos años. Nos había esperado aquella casita casi tantos siglos como los que tenía el puente. No ofrecía ninguna de las comodidades modernas pero tenía una de las mejores vistas de la ciudad.  Y nos propusimos ahorrar para comprarla.  
También la han destruido. Ya no queda ninguna de aquellas edificaciones. Ninguna. Se han construido otras de piedra, imitando a las antiguas, y las calles, alrededor del puente, se han llenado de bares y tiendas de artesanía. La gente ha vuelto a vivir, pero nada es como antes.

Ya se puede cruzar otra vez de un lado al otro del río. Pero la brecha creada en las conciencias de la gente sigue estando ahí. Harán falta muchos más abrazos que el del puente nuevo para conseguir que desaparezca. Han reconstruido, en balde, algunas casas para musulmanes en el Oeste y otras para los croatas en el Este. ¡Cómo si fuera fácil vivir puerta con puerta con quien asesinó a tu familia! Pocos de los que se fueron vuelven. ¿A qué van a volver si les cortaron las raíces? Destruyeron sus casas y sus familias, mataron a sus hijos, violaron a sus hijas, el que sobrevivió a aquello estará mejor en cualquier otro sitio, por muy lejano que sea.

Los dos barrios enfrentados durante la guerra crecen separados uno del otro, mucho más separados que antes. En la parte oriental, la de nuestra casita, sigue abierta la madrassa. Se oyen voces de los niños recitando el Corán en árabe y otros jugando en el patio de algún colegio. También el almuédano llama a la oración, pero no con la discreción ni la melodía de antes. Ahora es una voz estridente la que se oye por megafonía. Las mezquitas han proliferado, los viejos edificios de las que se destruyeron han dado paso a otras nuevas, de peor gusto, construidas con minaretes más altos.

Ojalá siga en pie el taller del artista Ramiz Pandur. Se contaba que se libró de la demolición que hicieron los serbios en aquella zona gracias a su afición por los pájaros. No por el valor de su arte ni de su persona, la vida de un hombre valía menos que una botella de coñac, oí comentar a alguien. Fue por el bienestar de un pájaro por lo que se salvó el artista y su taller. Le encomendaron el cuidado del papagayo de Slobodan Unkovic y aquel recinto se convirtió en sagrado para los paramilitares y para las milicias serbias. Ya ves, un papagayo le salvó la vida.

En la parte occidental, también han vuelto a construir las iglesias derrumbadas y sus torres modernas son más visibles que antes. Las artísticas espadañas y campanarios de piedra desaparecieron para ser sustituidos, como en esta que se ve desde cualquier punto en que te encuentres, por una moderna edificación de ladrillo, desproporcionadamente alta y separada del templo. Quizá construida también con dinero de la ayuda internacional. 

¿Habrán borrado el graffiti que alguien hizo en una pared del barrio de Rondó, en la parte occidental: “Gracias, madre, por no ser serbio”? Entonces yo también pensaba como mis vecinos. Pero después tuvimos que avergonzarnos de ser croatas y tragarnos esas palabras.

He añorado el monasterio franciscano, la vieja catedral y el palacio del obispo con su enorme biblioteca de más de cincuenta mil libros, pero también la mezquita de  Karadžoz-bey, destruida como destruyeron las otras trece más.
Primero nos bombardearon los militares serbios, luego la guerra entre croatas y bosnios terminó de destruirnos. Demolieron el monasterio ortodoxo serbio y las dos catedrales ortodoxas, la vieja y la nueva. Y cuando pensábamos que ya no quedaba nada que destruir, se siguió persiguiendo a las personas que habíamos escapado de las bombas. En el noventa y uno a los que no eran serbios, en el noventa y tres a los que lo eran, y a los musulmanes. Y desde el principio, durante todo el tiempo, a los que ayudaban a unos y a otros, unas veces desde un bando, otras desde el contrario. 

Fue el ejército croata el que destruyó el puente y tú estabas en el otro lado. Tú y la casita de nuestros sueños. Y me empeñé en  cruzar a la otra orilla por si te veía. Iba muerta de miedo pero mi corazón ardía. El amor hace insensatas a las personas. Tampoco es que tuviera mucho que perder quedándome: hambre, dolor, desesperación, ausencias… Cada día teníamos más y más entierros, más de quince muertos diarios. Y cada día temía que me comunicaran la noticia del tuyo. No podía esperar más y me atreví a intentar llegar a ti. Se decía que las Fuerzas de Protección de las Naciones Unidas, los soldados de UNPROFOR, juntaban a las parientes que estaban separados. El batallón internacional de los españoles había hecho un puente de madera por el que permitían cruzar a la gente. Y allí fui. 

Te busqué desesperadamente y te encontré.

Debimos escapar juntos entonces. Si no lo hubiéramos logrado, al menos, hubiéramos muerto juntos. ¿No es la vida, en muchos casos, peor que la muerte? ¿No es peor Arkan que Salkan? Arkan arriba, Salkan abajo, lo mismo daba. Chetniks y ustashas, lo mismo daba. Las armas los volvían a todos iguales.

Celebrábamos juntos la Navidad, dos veces, primero la católica y luego la ortodoxa. Y después, al terminar el Ramadán, también las fiestas del Bairam. En todo Mostar la gente salía a la calle esos días y asistíamos a una y otra celebración, bien como anfitriones,  bien como invitados. La religión era una costumbre de nuestras culturas, nos diferenciaba pero no nos dividía. A mí me gustaba aquel espíritu de fiesta que nos hacía estar alegres mostrando lo mejor de cada uno. Nos visitábamos y compartíamos  mesa y diversiones, felicitándonos y deseando lo mejor unos a otros. Sin embargo, con el tiempo, escuchar el nombre de Dios en boca de algunos compatriotas empezó a darme  miedo. Sobre todo, oír cómo se saludaban los temibles chetniks: “Que Dios te ayude”. A lo que había que contestar “Dios te ayudó”,  levantando los tres dedos de la mano.

Volví a Mostar con mi familia y tú seguiste a los hombres de la tuya. No querías ser un desertor. O no tuviste el valor  de serlo. Era más fácil ser un héroe, todo lo que podían te hacer era matarte, pero muerto ya no tenías que romper con lo que se esperaba de ti, no defraudabas a los tuyos ni tendrías que sufrir la humillación de que te tacharan de cobarde. Empuñaste las armas y te fuiste con ellos.

Más tarde, cuando me quedé sola, te busqué: en Bajá,  en Visagrad, en Gorazde… cuando llegaba a los sitios tú ya te habías ido. Pude verte por fin en Sebrenica pero fue para volver a perderte.

Entonces todavía creíamos en el mundo de fuera. Los nuestros nos habían fallado pero allí estaban los cascos azules, el Alto Mando de la Comunidad Internacional que nos mantendría a salvo en aquella zona protegida por ellos. Tú entregaste las armas y yo me quedé contigo hasta que nos separaron. Éramos tantos que no había lugar a cubierto para todos, pero no nos importaba estar a la intemperie, bajo el sol abrasador, porque estábamos juntos. Y llegó la orden de separar a las mujeres de los hombres. Había recorrido tanta distancia y sorteado tantos peligros en vano. Tus hermanos te convencieron para que huyeras con ellos a través del bosque, porque vieron que las órdenes no las daban los holandeses,  sino los serbios: el comandante Ratko Mladic, al que llamaban el carnicero de Sarajevo. Cuentan que destripó a un cerdo delante del que mandaba a los soldados de la ONU y lo amenazó con hacer lo mismo con ellos si le impedía cumplir las órdenes que le había dado Milosevic. ¡Malditos sean unos y otros!

¡Y qué ingenuos fuimos! Tú más que yo, me convenciste para que me quedara y me hiciste prometer que te esperaría. Todavía te espero. No me quité la vida para esperarte. Sigo en ella con la esperanza de que aparezcas algún día. He aguantado el horror y sigo soportando las amarguras que me toca vivir para no romper mi promesa. Cuando aparezcas, no me hagas preguntas, porque no voy a decirte nada de lo que he sufrido.

Pasan los años y van apareciendo los cuerpos de las víctimas, tus hermanos, tus primos, nuestros vecinos y amigos, pero el tuyo no, y yo me aferro a la creencia de que estés escondido todavía. O de que hayas huido a otro país, como lograron hacer algunos. No te culpo por haberme dejado sola. Hiciste bien. Yo también me fui. Si me hubiera quedado, estaría muerta y no hubiera podido cumplir lo que te prometí. Sigo viva, ya ves. Y además he vuelto. Creí que no iba a poder hacerlo nunca pero las cosas cambian. Y las personas. Me he hecho más fuerte, no he tenido más remedio. ¡Hasta he sacado fuerzas para volver!

He asistido a más de mil funerales, siempre oculta por el pañuelo y la compañía del grupo de Mujeres de Negro de Belgrado. Sí, oyes bien, de Belgrado. De Belgrado y de otros lugares. Mujeres serbias, bosnias y croatas, todas juntas, todas de luto, como yo, por las víctimas de la guerra. He vuelto con ellas a Sebrenica y a Potocari  el once de julio, en un autocar con matrícula serbia. Sin el apoyo de estas Mujeres de Negro de Belgrado, de Sarajevo, de Zagrev …, sin su ayuda y solidaridad, no hubiera sido capaz de soportar una memoria tan negra ni de afrontar un presente tan sin futuro.

He cruzado con ellas las fronteras artificiales que separan a nuestra desmembrada tierra y he tenido que mostrar mi pasaporte para pasar de un lugar a otro de nuestro país.

He mirado por la ventanilla los campos que soñábamos recorrer juntos y he atravesado las ciudades de nuestro anhelado itinerario. Sin embargo, no recuerdo bien sus nombres, muchos han cambiado, como ha cambiado el de las calles.

El miedo ha regresado cuando se abrían las puertas del coche para entregar los pasaportes a la policía de fronteras. Pero en el interior, me sentía segura. No había barreras que nos separaran. Las diferentes religiones, nombres, lenguas o lugares de procedencia, no eran obstáculo para darse cuidados entre sí. El grupo tiene una razón más poderosa que lo mantiene unido: la necesidad de acabar con lo que nos destruye como personas, acabar con las raíces de la guerra.

Mi compañera de asiento ha respetado mi dolor, nadie me ha preguntado por mis víctimas. Desde el principio han sabido ver que la víctima era yo.
Había asistido contigo a funerales islámicos, siempre de algún longevo pariente tuyo agotado por la edad. ¡Quién iba a imaginar que después de tantos años iba a asistir a otro de estas características! Mujeres serbias, italianas, inglesas, españolas...todas compartiendo el dolor de las madres y viudas bosnias, de pie en las primeras filas, viendo pasar centenares de pequeños féretros con los restos de los cadáveres que han podido encontrarse ese año dentro. Oyendo recitar sus nombres, entre los que todavía no se ha pronunciado el tuyo.
Sigo sin haberme convertido al Islam aunque lleve el velo. No rezo, no ayuno en Ramadán ni voy a la mezquita, pero, cada año que participo en estos funerales, me conmueve la ceremonia con la misma intensidad. Lloro de dolor por cada muerto y repito, entre lágrimas, las plegarias del imán.
Los cantos fúnebres y sus oraciones son un bálsamo para mis heridas.

Después del acto religioso, camino con mis compañeras de viaje por el bosque de tumbas. Antes de salir, leo los nombres grabados en el Memorial y me pierdo en recuerdos. Les pongo cara a algunos, eran los que vinieron, como tú, buscando la protección de la comunidad internacional. Venían sedientos, demacrados, pero todavía sonreían. Estas mujeres que lloran como yo serán sus madres, sus esposas, sus hermanas, sus novias.

Fuera, hay puestos de té y bebidas gratis que unas chicas, con la cabeza cubierta con el pañuelo, ofrecen al que se acerca. Algunas sonríen ¿Dónde estarían durante la guerra que todavía pueden sonreír?

Bebo el vaso de té que me dan para retomar fuerzas. Todavía me queda un paso importante que dar. Nuestro autocar está estacionado justo en lo que era el cuartel de la ONU, casi todos los vehículos están aparcados allí. Las mismas vallas, la misma puerta…La atravieso cogida de dos mujeres, una a cada lado, de las que no me suelto ni un momento. Miro hacia las naves en las que estuvo el hospital. Las ventanas de la antigua fábrica en la que nos tuvieron retenidas tienen los cristales rotos,  los trozos que faltan pueden ser los mismos con los que algunas chicas se cortaron las venas del cuello. En las salas vacías está el fantasma de las violaciones, las humillaciones, el silencio de las vejaciones sufridas a y el terror de lo que nos quedaba por sufrir al día siguiente.

Las casas abandonadas de las cercanías también recuerdan el horror que albergaron dentro. Los centenares de hombres que se llevaban para torturarlos allí y asesinarlos después.

La distancia hasta el coche me parece inmensa, todo el recinto me parece inmenso, más grande y fantasmagórico que antes. Como si la opresión y la angustia vividos por tantas víctimas dentro se hubieran quedado retenidos entre las verjas, como si no hubiera aire suficiente en la atmósfera para hacer desaparecer la crueldad, la humillación y la vergüenza que presenció este lugar.
Hay tantos autobuses iguales que no encontramos el nuestro y nos perdemos. Me pongo nerviosa. Mi mayor deseo sería irme, pero no quiero hacerlo sola, así que sigo dando vueltas con las dos amigas extranjeras, sin atreverme a preguntar a nadie en mi idioma ni mirarlos de frente. No quiero saber de qué zona es cada uno. Escucho hablar nuestra lengua con distintos acentos, el que más se oye es el que se habla en Bosnia pero también hay albano kosovares, macedonios, serbios…

Todas las mujeres con las que me cruzo me parecen víctimas y todos los hombres que caminan erguidos, verdugos. Estoy a punto de salir corriendo de allí, cuando una de las mujeres serbias que nos anda buscando llega hasta nosotras y nos guía hasta el autocar, que está esperándonos para partir.
 No volví a bajarme del coche hasta que estuvimos muy lejos de Potocari.
Me senté sola en la parte de atrás y cerré los ojos para olvidar lo que dolía. Algunas mujeres hablaban de transformar la culpa en solidaridad. La culpa de los crímenes que habían perpetrado los suyos y que ellas denunciaban con la frase “No en nuestro nombre”. Más tarde me uniría a ellas, de momento necesitaba soledad para ordenar los fragmentos de mi pasado. Aquel paisaje de dolor revivía experiencias que había querido rechazar y, por otra parte,  me estaba reencontrando con el paraíso de mi infancia. Olores, colores y sabores que me hacían revivir sueños de una época de mi vida ya muy remota, los sueños de futuro que teníamos antes de la guerra.  El plato típico de ajvar, el burek, las pitas, las tazas de café hecho a la manera nuestra, el piroske del aperitivo y las galletas que me ofrecían desde otros asientos, eran punzadas, golpes de memoria que paralizaban mi decisión de instalarme en otro lugar, lejos de los escenarios de la guerra. Porque si nos fuéramos todas las víctimas ¿quién iba a quedar en nuestras ciudades?

Ojalá y no hubiera huido la gente de sus casas en el noventa y dos. Si se hubiera quedado toda la gente buena quizá se hubiera podido vencer al mal. No debimos escondernos ni huir.

Ya no sé lo que me digo. Ni sé qué pensar. Las mujeres hablan unas con otras de la nueva manera de hacer política que deberíamos extender al mundo entero: denunciando la corrupción, reclamando justicia, recuperando la memoria, estableciendo redes de solidaridad y apoyo, cuidando la vida…
Podría volver a las tranquilas tierras de Holanda y vivir allí como refugiada unos cuantos años más. ¿Por qué no? Limpiaría casas, cuidaría niños o barrería las calles, con cualquier trabajo de esos ganaría más que cualquier profesional en Mostar.

Me uniría  a las Mujeres  de Negro holandesas y me avergonzaría con ellas de la actuación de sus cascos azules. Las he visto los viernes manifestarse en silencio en la plaza Spui de Amsterdam, al lado de la estatua del amorcillo. Me colocaría detrás de su pancarta contra la guerra y les pediría que denunciasen en ella el genocidio de Srbrenica ¿Qué  mejor puesto de observación para ver a los nuestros cuando pasaran por allí? Podría preguntarles por ti. Quizá alguno me diera pistas de qué pudo pasar para que no me hayas buscado. Y te seguiría esperando.

¿Si me quedara en Mostar, en qué trabajaría? ¿Dónde viviría?  No queda piedra de la casa de mis padres; de la nuestra, solo el solar y unos cuantos dums abajo, al lado del río, en los que tendríamos nuestro huerto. Tendría que construir nuestro sueño compartido yo sola.

No podría retomar mi antiguo trabajo de guía. Al menos, no de la misma manera. Ahora los turistas están más interesados en conocer los itinerarios de la guerra, las historia de los boquetes en las paredes, de los impactos de bala… Mi discurso del abrazo del puente viejo ya no tiene sentido. La historia inacabada de Lepa y Muhamed pugnaría por filtrarse en mis relatos.

Deambulo por las viejas calles, a las que han cambiado los nombres. Los bares abren sus puertas al lado de las tumbas, más cuidadas que las casas. Fotos de los difuntos muertos en la flor de la vida, la misma fecha en todas las lápidas, 1992 y 1993,  precedida de los años de nacimiento, tan cercanos al mío. ¿Por qué ellos sí y yo no?

El otro puente, el de Visagrad, tenía una leyenda terrible. La contaba Ivo Andric en su novela El puente sobre el río Drina. Habla del fantasma de un viejo árabe al que enterraron las hadas Stoia y Osto. De niña me daba pánico cruzarlo. Como me daban pánico las leyendas de este escritor, que recrean los horrores perpetrados por nuestra gente. Ahora, sin embargo, me parece que cualquier novelista se quedaría corto al narrar las atrocidades que se han producido después. Los oficiales serbios han sido peores que el antiguo visir Mehemd Pachá,  bajo cuyo mandato se terminó el puente en Visagrad. Aquel niño arrancado de los brazos de su madre, aldeana de Sokolovice, y educado en la capital del imperio turco, fue el que construyó la mezquita más bonita de Mostar junto al puente viejo.

Pero la historia de nuestro puente era más pacífica. Nosotros heredamos leyendas de ángeles benevolentes que nos custodiaban desde sus torres.
Hubiera sido feliz sin salir de nuestra ciudad, no tenía las ganas de ver mundo que tenías tú. A mí me bastaba con estar junto a ti y tener a la vista la colina, el puente, el río, escuchar su estruendo cuando me cansaba del de los coches y disfrutar cada día mostrando a los turistas el pasado legendario de cada piedra y rincón. Estaba contenta con la vida, mi trabajo me daba más satisfacciones que dinero, pero no quería otro. Algunos me decían que con mi facilidad para los idiomas podría aspirar a algo mejor, pero yo tenía ya lo mejor. Me levantaba con la luz del día, salía de casa y tomaba mi café en la plaza, ahora llamada Plaza de España, mientras esperaba los autobuses de turistas que venían entonces a visitarnos. Empezaba el recorrido en esta parte del puente viejo,  construido en 1566, bajo las órdenes del gobernante otomano Suleimán el Magnífico, por Mimar Hayrettin, un alumno del famoso arquitecto otomano Mimar Sinán. Les recitaba la descripción que hacía de él un viajero de la época otomana: "el puente es como un arco iris volando hacia el cielo, que se extiende desde un acantilado a otro. Yo, un pobre y miserable esclavo de Alá, habiendo pasado por dieciséis países, nunca vi un puente tan alto. Está tirado de roca en roca tan alto como el cielo”.  Después  continuábamos el recorrido, llevándolos a pasear por el barrio de Kujundziluc,  a la orilla este del río Neretva y nos deteníamos a ver saltar a los chicos desde el pretil del puente hasta el fondo de las aguas, les daban algunas monedas a los que subían mojados y seguíamos el paseo por la calle, llena de tiendas, de talleres de artesanos y de restaurantes, hasta la mezquita Koski Mehmed Pasha, construida en 1617. Allí subíamos a su minarete para contemplar las vistas del puente y ver las calles, en las que acaban las construcciones antiguas del barrio viejo para dar paso a la Mostar moderna.

Hoy, hago ese mismo recorrido y noto la ausencia de lo viejo, edificios emblemáticos del barrio turco han desaparecido, talleres artesanales sustituidos por tiendas de todo a cien y viejos cafés transformados en modernos bares de pizzas y kebabs.

El tipo de turistas ha cambiado, antes venían autocares de otras ciudades yugoeslavas, de Belgrado, de Sarajevo, de Split, hasta de Zagreb, también de Italia y de Alemania. Hoy vienen sobre todo de otros países de Europa, en los que no ha habido guerras, y el atractivo turístico es ese: la guerra, los desastres de la guerra, los puentes hundidos, reconstruidos o todavía en ruinas, las piedras calcinadas por el fuego, las huecos hechos por las bombas en el paisaje y los agujeros  de la metralla en las paredes de los edificios. Hoy, los guías, después de la visita al minarete, desde donde divisan las señales de la devastación, los llevan al Hotel Ero y les explican que allí, en las inmediaciones de este hotel, estuvo la  primera línea de fuego. Así pueden tomar fotografías de algunas casas tiroteadas y  medio destruidas que todavía pueden verse, con las que sorprender a sus amigos junto al souvenir de algún mechero en forma de bala.

Otro elemento nuevo que veo en las paredes de las calles: “Don´t forget”, así  en inglés. No sé como explicarán las guías esta frase que parece escrita para ellos. No olvidéis que aquí hubo población civil, gente que no quería la guerra y que se vio inmersa en ella, que fuimos víctimas de ella.

¿Cómo no añorar la época de Tito? No porque fuéramos jóvenes. Es cierto que siempre se piensa que el tiempo pasado fue mejor. No, no es solo por eso.  Es porque entonces no nos odiábamos unos a otros. Ni  nos sentíamos extraños.  Pasábamos de una parte a otra de la ciudad y seguíamos sintiéndonos en nuestra tierra. No había fronteras entre las poblaciones que hablamos la misma lengua, todos teníamos los mismos derechos y se respetaban  nuestras pequeñas diferencias. Mucho más pequeñas en aquellos años. Pocas mujeres llevaban velo entonces. Los musulmanes iban a sus mezquitas, los cristianos a sus iglesias y todos nos mezclábamos en unas y en otras con motivo de bodas, bautismos o funerales.

Recuerdo haber ido el quince de agosto a la catedral ortodoxa, con mi amiga, a rezar por la muerte de su madre.  Encendimos una vela bendecida por el pope y asistimos a la misa. Cuando alguien se moría en la vecindad, todo el mundo asistía al sepelio, fuera dónde fuere, no importaba la religión que profesase el finado, allí íbamos todos a llorar su  muerte y asistíamos con respeto a los ritos oficiados por el imán, el cura, el rabino o el pope.

Todavía sigue el nombre del mariscal Tito en la calle principal, me alegro de que no hayan conseguido borrar su presencia del todo, que siga llamándose así la calle en la que está la mezquita de Vucjakovica dzamija. También sigue el viejo cementerio junto al  minarete, pero más grande y cambiado. La tierra levantada es fresca. No voy a leer los nombres, me llevaría mucho tiempo leerlos todos. Solo miro las señales que hay en los espacios de las calles junto a las tumbas, son anuncios  en los que  se prohíbe la circulación de coches, bicis, balones y armas. Reflejo exacto de la medida de las cosas. Hoy, en esta tierra nuestra, se le da la misma importancia a la infracción de circular en coche o en bici entre las tumbas o a la de que los niños jueguen al balón en el espacio libre que dejan los muertos,  que a la de caminar con un arma en medio de la ciudad. La barra roja de prohibido cruza la imagen del balón, la bici, el coche y el revólver. Los niños corretean entre las tumbas, se esconden tras ellas, saltan y se sientan en el suelo a jugar con la tierra. Dos cuidadoras vigilan cerca de los más pequeños y charlan entre sí. Imagino que los pequeños son huérfanos de la guerra y este, uno de tantos hospicios que han proliferado en los últimos años.  Ya no extraña a nadie que el  patio de la guardería infantil sea un cementerio.

Cada visita que hago es un intento de quedarme, pero las fuerzas me fallan y regreso a la vida cómoda de Amsterdam, a la vida vegetal, al olvido.
Nadie me echaría en falta en el país de los tulipanes si decidiera no regresar, hay cientos de mujeres emigrantes que ocuparían mi lugar en la casa en la que me alojo. Estarían encantadas con mi trabajo de limpiadora interna, sin necesidad de pagar el alquiler de una vivienda, tan caros en esa ciudad.
A pesar de estos quince años que he vivido entre ellos, nadie lamentaría que me fuera, nadie derramaría una lágrima por mí. Los pocos conocidos, enseguida se acostumbrarían a mi ausencia y en la casa, los dueños, me sustituirían al día siguiente por otra mujer que les proporcionaría la agencia.
Haría mejor quedándome en Mostar. Tendría que hacerlo para sentirme viva, pero vivir duele mucho. Todavía camino por estas calles con miedo a desvanecerme de  angustia. A cada paso que doy noto una ausencia. De las casas que quedan en pie recuerdo la muerte de sus habitantes y en los huecos, los edificios que faltan. Algunas paredes todavía conservan los agujeros de la metralla. La inscripción “Don’t forget”, que han puesto en muchos lugares, es innecesaria, nadie va a olvidar nunca lo que pasó aquí. 

En la parte oriental, el hueco de la que hubiera sido nuestra casita está sin ocupar, la maleza crece dentro de un pequeño rectángulo lleno de escombros. No tengo papel alguno de que sea mía, pero en algún registro debe estar la propiedad a nuestro nombre. No voy a venderla nunca. Tenía miedo de que alguien la hubiera ocupado, o que hubieran construido allí un edificio moderno de esos, para ser habitado por cualquier extraño. Pero no, el hueco también sigue esperando.

 

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