Seguía estallando la guerra y daba exactamente igual: a lo lejos se podía oír la música, aquel ritmo entusiasmado de los años veinte o un cante profundo que haría temblar la tierra, como siempre que se había escuchado, fuera en un poblado africano o en las tierras de olivos de Andalucía o Palestina. Porque no se había sobrevivido a tanta violencia sin música, pensó por un instante. O más bien, lo supo como se sabe cuándo puedes mirar el mundo para notar las estaciones, cuándo se sale del rígido túnel de esa enfermedad que te arrebata la risa, el poder estar bien. Esa enfermedad para la que en tiempos de guerra no hay tiempo, y por eso no sale, y sí sale luego, después, cuando el entorno es seguro, que es cuando puede superarse.
Sintió una gratitud conmovida por la música, que sin cuerpo llenaba el mundo haciéndonos libres para sentir, recordar, imaginar, para disfrutar radicalmente el momento.
Por dentro…
Por fuera…
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