Sueño que Mohammed está podando la higuera
del campo libre de mi casa, que se expande
hasta el pasaje que el legionario inglés quiere cementar
para revalorizar su propiedad.
Y pienso en la amabilidad árabe, por suerte,
nuestra herencia alhámbrica también.
Vuelvo a asomarme. Mohammed ha podado todo el árbol.
Ha construido la arquitectura de la salud,
que estallará, ya es primavera,
sostenida por vida vieja, con vida nueva.
Pienso en el bien que ha hecho, mi vecino.
Por qué no he soñado que podaba yo
si estoy aquí.
Podé un día, después de ver vídeos
donde personas conocedoras explicaban cómo,
porque temía que mis carencias
generaran muerte.
Lo explico con miles de palabras y de pronto:
no quiero ver que no puedo,
que para poder, hay que descansar,
dejar el viaje por todas las horas del mundo,
entre tantas y tantas personas que necesitan
justicia, por ejemplo, o atención prioritaria.
Disfrutar de mi casa, de ese lugar pequeño feliz
en la tormenta de la historia.
Mi cabeza, llena de cicatrices de luchadora nata,
de superviviente, perseverantemente,
a pesar de todo y también sostenida por todo,
mi cabeza libre en un planeta misógino…
Hay que descansar suficiente,
vivir el mundo propio también.
Abrir la casa hacia dentro, vivir la vida adentro,
estar con ella de otro modo, tu posibilidad única, rara.
Junto al muro, entre las flores silvestres que nacen,
Mohammed me responde que los sueños hablan dos lenguas.
Como la primavera, pienso,
la realidad que se ve y se escucha allí fuera
y la que se siente allí hondo,
en el preciso lugar donde nace.
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