Soy hija de la luz.
Camino por los territorios de las estaciones
los días broncos con sus colores vibrantes,
los atardeceres de humo,
las noches densas de agua,
camino sobre mis pies descalzos que generan luz
al contacto con la tierra roja del mundo,
con esa tierra que no siempre registra los caminos,
aunque sí, temporalmente, las huellas
(que yo en ocasiones ignoro porque hay veces
en que algo que entiendo me impone coherencia).
Soy hija de la vida.
Sé moverme, puedo moverme
(no sólo en sueños,
buscando tu cuerpo tibio y mío;
ese asombro de encontrarte
cuando está ocurriendo
que somos una persona)
físicamente sola
entre las cosas que respiran, las que mutan, las inertes…
por espacios geográficos y por palabras
que no consiguen retenerme y, sin duda,
no tienen la capacidad de contenerme.
Quizá esto lo explique todo.
Mi piel está llena de imperfecciones.
No hace falta comprenderlas todas.
No es necesario.
No es utópico.
No es ni siquiera un mal.
Es sencillo,
como decir “soy hija de la luz”,
que es decir eso nada más,
y no es decir
que no exista la sombra, o la oscuridad,
ni tampoco
hablar poéticamente
del mal.
El mal es la obsesión del Hombre.
Profundamente enfermo,
construye espacios acotados,
para poder jugar dominando,
disimulando su pánico a la vida,
jugar a las casitas, eligiendo
muñecas del catálogo,
para usarlas, incrustarlas
en las paredes, tirarlas
en lechos de espanto y pena.
Jugar así a Ser un Hombre:
el Dios Misógino,
el Marido Abusador,
el Soldado Violador,
el Mercader Psicópata,
aterrorizando a todas y todos,
haciendo daño siempre,
obsesionado
con decorarse con moneditas
oh Señor del Universo Patriarcal,
arrogante en su ignorancia,
aplaudido por todas las personas cobardes,
incapaz de escuchar, incapaz
de meditar, de dejar de temblar,
de dejar ser o dejar hacer,
incapaz de vivir sin aniquilar.
Soy hija del conocimiento.
Desde hace siglos sé quién es el Hombre,
conozco su pozo sin fondo
de violencias que impone,
palabras trampas, besos balas,
monedas medallas incontables,
enfermo de debilidad, miedo y muerte.
Todo lo que toca lo convierte en infierno
porque sólo es capaz
de concebir el infierno
y de imponerlo.
No tiene nada que enseñarme.
No puede impedir lo que sé.
No puede detener mi movimiento.
No sus muros, no sus fronteras,
no sus celdas, no sus fosas
que abre para todo ser vivo…
No ha podido destruir mi inteligencia.
(Y no sé qué tendrás tú que ver
con ese Bobo. Ni yo con su especie.
Ni nuestro amor
con las guerras permanentes
de ese dictador imbécil.)
Viajo como la luz, confiada en mi vuelo,
libre por el espacio,
por el conocimiento (que Él distorsiona),
por la risa (que demoniza),
por el amor (que desconoce)
porque yo
no soy hija del miedo,
sino del movimiento.