Vi la copa de vino blanco sobre la mesa, pero no podía dejar de trabajar. Estaba agotada y sin embargo seguía leyendo, sopesando, evaluando. Cuando sobrepaso el límite del cansancio, la sobreexcitación intelectual puede ponerme difícil el poder detenerme a descansar.
Sin embargo, en la tele, de pronto me estrellé con una obra de arte. Me llegó bronco y rotundo el aullido del viento del campo inglés, cargado del aroma del seco tomillo y de la tierra mullida húmeda. Era una historia de amor en un mundo enemigo del amor, y sin dejar de oír el viento raspando entre el brezo me senté a la mesa a cenar con A., que se sentaba en aquel momento, al tiempo sentándonos los dos.
Una película del siglo 21 que, a través del sonido y la fotografía, había captado algo fundamental, áspero y salvaje, de un libro escrito en el siglo 19. No hablo de la historia precisamente, más de la vivencia.
Como me tengo cerca, exploro el oscuro universo de mi mente de cuando en cuando, por ejemplo, a veces los sueños, para ver si allí puedo encontrarme con mis muertas, porque tengo muertas y no soy creyente, a veces es demasiado duro echarlas de menos. No he logrado nada de lo que imagino sería posible aún, pero también es cierto que no soy metódica. El método, espero, lo podré aplicar si llego a la edad anciana, cuando deje de distraerme con todo y con nada. El otro gran viaje a mis oscuridades y centellas lo he hecho en busca de una comprensión del impulso creativo, de cuándo la comprensión de algo establece conexiones desconocidas y además sorprendentemente encuentran expresión precisa, y las palabras fluyen como si te fuera en ello la vida.
Durante la cena le conté a A. lo que estaba comprendiendo entonces del amor y de la guerra, como el rayo me llegó la comprensión de los cinco minutos de Amanda, y en sus ojos, los de A., que me escuchan callados e intensos, como en un espejo, vi que el alcohol había aguzado mis sentidos y mis capacidades, y que era interesante. Creo que me perdí el segundo plato porque volé al ordenador, y me puse a escribir en esa casa que comparto en el cíberespacio.
La cuestión es ésta: varios crímenes de la guerra no han llegado a los libros de los padres. No están las torturas indescriptibles a mujeres, y no están (y nadie las echa de menos salvo sus protagonistas que, inexistentes para el resto, es decir, enterradas por el resto, guardan silencio) son las historias de amor que no fueron. Como si no importaran.
Sólo importa probar continuamente que amar es sufrir, que amar es sacrificio. No importa nunca nada que amar no sea más que amar, algo positivo que somos capaces de vivir y generar.
Si no protegemos el amor, ¿cómo vamos a dejar de fomentar la violencia? ¿Es falta de inteligencia, o es que no sabemos amar ni queremos aprender porque nos falta ganas de vivir, coraje para vivir?