Estoy sobre la tierra, en un piso, viendo una película diseñada por los señores de la guerra para distorsionar nuestra visión de todas las cosas reales preciosas que están pasando. (¿Con cuántas migas de pan te pierdes? ¿Cuántas cuentas de cristal absorben tu atención?) Me levanta el asombro y una furia incipiente, y subo escaleras imposibles de ideas, saltando de una a otra, persiguiendo a gran velocidad las conexiones. Mientras tanto, todo cobra el peso del ruido, deformado, deformante, y tengo que salir de aquí.
Salgo a la calle de mi primer pueblo costero, tan joven, tan detenido en la temporalidad del verano, con naranjas que ruedan sobre el asfalto y flores que caen de los árboles. Con la sangre de una mujer de la frontera, me dirijo a la orilla donde asoma el inmenso e impresionante mar que de inmediato me inunda, todos los sentidos de mi cuerpo inmersos. Descanso, regresa la felicidad. Mis palabras se liberan, recuperan su paisaje abierto, su propio ritmo, su propia música. Camino junto al agua. Cómo la luz se apaga, y los colores cobran una intensidad submarina. Gradualmente, acogemos la verdadera noche, con todo su aroma de vida marina y sal.
Mis músculos se recomponen, y mi cabeza, mirando a mi nivel el cielo, sabe dónde está: perdida en un planeta en una espiral de estrellas y materia oscura.
Todo es tan distinto en la naturaleza… No cabe la estrategia.
El miedo es sólo humano, la violencia.