Grupo2x2 - 6-6-2004 at 21:42
Gaurkoa
Pablo Antoñana - Escritor
El miedo
Ese enfermizo sentimiento que nos disminuye, perturbándonos angustiosa- mente el ánimo, ha sido máquina poderosa para someter a los humanos. Quien
detenta el poder lo sabe y lo maneja como herramienta eficaz, sin fallos. No es invención moderna de los totalitarismos del campo de concentración,
los gulags de Stalin, los campos de exterminio de Hitler o Mussolini, o a los que en años del franquismo se les llamó de «reeducación». Hoy,
Guantánamo y los de Irak. Sabemos de los predicadores del Medievo, cuando devastaba la peste negra, o el cólera, que conmovían los espíritus llamando
al arrepentimiento, y a la limosna. Así se suministró, sabiamente, en pequeñas dosis y sin jeringuilla, hasta dejar sucios posos en las almas. Sin el
miedo hubiese sido difícil conducir el rebaño de los hombres y dotarlos de docilidad de oveja. Miedo a las calderas de Pedro el Botero, pavor del
soldado a desertar, el cura de misa y olla a discrepar de la «teología dogmática», el obispo también, al fin del mundo cien veces anunciado, al juicio
universal en el valle de Josafat, y la voz de trueno de Javhé «fuera de mí, maldito», a convertirse en polvo y ceniza, al tormento del paro y la
pobreza, a la cárcel, a la tortura del potro, el fuego y el agua, otra vez la Inquisición, a penar por el pecado de querer ser quien se es y no quien
quieren que se sea, miedo a ser distinto, a que se le marque con muesca de esclavo en la oreja, a salirse de los caminillos trazados ya, a proclamar
el juicio crítico y a repudiar con asco el pensamiento único, no se desmande la grey; miedo al vencimiento de la hipoteca, otro instrumento de
sumisión, a la visita de los alguacilillos del banco, miedo al miedo.
Y tenemos propia experiencia de aquel miedo que sentimos por años mientras el general se tuvo en pie. Miedo sordo, sin concreción, contagioso, a veces
patético. Aquel tiempo en que, con la oreja pegada al aparato, llegaba Radio París, la BBC de Londres e incluso la España Independiente, Estación
Pirenaica, y luego de boca a oído, en voz baja, pasábamos lo escuchado, como un secreto, una consigna. Las convicciones amordazadas, el pensamiento
único de siempre, el de «los artículos de la fe», ahora «principios fundamentales del Movimiento«, el de oír, ver y callar. La disidencia, ejercida en
la clandestinidad de la conciencia, y a lo más transmitida en susurro cauteloso. Al rebelde se le castigaba, además de con apelativos, de «zurdo»,
«cáscara amarga» y el calificativo de «desafecto». En las alcaldías, se hacía constar a qué partido se votó antes del Alzamiento, en las parroquias se
certificaba la «buena conducta», si se iba o no a misa los domingos y cumplía con Pascua, en los cuartelillos se hacía constar «tiene parientes en el
extranjero», suponiéndolos ex soldados de la República. Para ser guarda de campo, informe pertinente firmado por el comandante del puesto: «Es buen
marido, los domingos bebe de más y es jugador de cartas» (sic).
Vino la Democracia, si es que vino, después de mucho tiempo de espera. Supimos que se iba el miedo. Por las calles corrieron ríos de entusiasmo, otra
fe, otro sueño, las bocas ya sin esparadrapos, los oídos atentos a los pregones de verdades como puños. Creímos que iba a durar, pero no, al poco, los
amos de siempre se recuperaron del susto, las tierra no serían «para el que las trabaja», los dineros quietos en su sitio, los bancos prósperos, los
púlpitos repitieron lo mismo, el proceso fue lento pero seguro, regresó la inoculación del miedo. No podía faltar, no podía fallar, si siempre la
receta dio buenos resultados. Si decimos verdad, nunca se fue, volvía sutil, enervador. En menos de un pestañeo se desmanteló el sueño, los dis-
cursos de anteayer perdieron sentido, quienes corrían ante los «grises», ahora apóstoles de la nueva fe, huyeron dispersados, con vergüenza de haber
militado donde militaron, renegaron antes que cantase el gallo, y, ya conversos tempranos, corrieron a ocupar asientos con terciopelo y ujier
servicial y reverencioso. Fue recibido con gozo el arrepentimiento y la vuelta al redil de la oveja perdida. El miedo otra vez. Se pasaron con armas y
bagajes al enemigo, y éste pagó con creces la deserción. El vértigo del poder (pesebre de acémila) los arrastró y no se sabe si mintieron antes o
después. O es la condición miserable de los humanos. Cosas veredes Sancho, dijo el señor Don Quijote, «qué país, Miquelarena», «Joder qué tropa»
(Romanones). Como culebra que al arrastrarse muda de camisa, descosieron los forros y volvieron a «bordar al rojo ayer» pues en «España empieza a
amanecer». El miedo, miserable ponzoña que al hombre convierte en pusilánime. Coletilla: el dinero, ¿vil?, disolvente que en un decir Jesús a la
conciencia estricta la hace lasa. -