Activismo - Poblaciones en resistencia - Pueblo palestino
Gotas de infancia palestina
Tico Pelayo
En la familia de acogida de Rawah, una pequeña de 11 años procedente del campo de refugiados de Tulkaren, andan sorprendidos por el desagradable olor que sale de la maleta de la niña. Al abrirla descubren decenas de paquetitos con restos de comida (trozos de pizza, media chuleta, piezas de fruta…) recoletados por Rawah a lo largo de estas tres semanas en todos los lugares donde la han llevado a comer. Son para mis hermanitos… dice avergonzada a modo de disculpa.
Estamos en la playa, la clase de natación se interrumpe cuando los pequeños salen del agua aterrados y se tiran bocabajo sobre la arena cubriéndose las cabezas con las manos. Ha pasado una avioneta en vuelo rasante con una pancarta de publicidad de una conocida marca de bronceadores.
Adish escarba concentrado en su plato de comida. No es que sea un niño melindroso a la hora de comer, simplemente está buscando los gusanos. Adish tiene 12 años y pesa 26 kilos; sabe que una diarrea podría matarle y por ello le han enseñado a apartar los gusanos de la comida para no tragar ninguno.
La pequeña Suad desmenuza una galleta dentro de un vaso de leche, y luego otra, y otra más hasta que forma una papilla que podrá comer a cucharadas. Eres una niña preciosa le digo en mi espantoso árabe, y su sonrisa conforma un oasis de palomas en la cafetería del campamento. Lo que en un principio tomé por dos encantadores hoyuelos que se le formaban en las mejillas cuando sonreía, son en realidad cortesía de un francotirador israelí. La bala le entró por un lado de la cara y le salió por el otro, llevándose de paso consigo media lengua y la mayoría de las muelas. Pero vista desde fuera su sonrisa es perfecta. Como el mundo.
Los médicos advierten que no podrán vitaminar a los pequeños mientras no ganen un poco de peso, así que reciben un menú especial hipercalórico. Hoy en el comedor se han refugiado aparatosamente debajo de la larga mesa cuando un helicóptero del servicio de extinción de incendios forestales ha pasado sobre nuestras cabezas preñado de agua. Varias decenas de manitas y ojos aterrados me hacían señas desde debajo de la mesa para que me pusiera a cubierto junto a ellos.
Camino de las cabañas siento una manita que me tira de la camisa. Levanto al pequeñísimo Ismael y me lo subo a hombros. Sé que ya no se me va a despegar en toda la mañana. Hace unos años un comando israelí asaltó su casa para detener al padre de Ismael, un conocido activista de Al-Fatah. No le encontraron en casa así que, para aprovechar el viaje, se llevaron detenida a la madre de Ismael, dejando a éste completamente solo en la granja. Tenía tres años. Una vecina le encontró seis días más tarde escondido en el establo: el pequeño había sobrevivido bebiendo el agua de las gallinas y comiendo excrementos de cabra. Ismael sufre violentos ataques de pánico si se queda solo aunque sea un instante.
Sentado en uno de los bancos del recinto encuentro a un niño, esta vez español, que llora desconsoladamente y cuelga el teléfono móvil con una amargura que me lleva a preguntarle si puedo ayudarle en algo. La videoconsola portátil se le ha quedado sin batería y sus padres no vendrán a visitarle hasta el domingo para traerle el cargador. Oigo allá abajo los gritos y las risas de mis niños de arena. Llevan media tarde jugando con un par de globos llenos de agua. Pienso que hay víctimas y víctimas.
Tawil discute indignado junto a sus compañeros mientras forman los dos equipos para jugar al fútbol. Del otoño pasado lo último que recuerda es a su madre llamándole a lo lejos para comer cuando el tanque israelí apareció desde la nada. Tawil tiene ahora un trozo de metralla alojado en la columna vertebral. Los médicos no se han atrevido a tocarle pero advierten que tarde o temprano habrá que hacerlo porque conforme el niño vaya creciendo la metralla se irá incrustando cada vez más hasta afectar a la médula y dejarle parapléjico. Pero en estos instantes su protesta es porque le ha tocado ser portero de su equipo. Y a él ese puesto le parece aburrido.
¿Puede haber algo peor que volver de la escuela y ponerte a buscar entre escombros el cuerpo de tu madre? La pequeña Jalifa piensa que sí: volver de la escuela, ponerte a buscar entre los escombros el cuerpo de tu madre y encontrar el cuerpo de tu padre a quien aún hacías privado de libertad en una lejana prisión israelí.
Son mis valientes niños de arena, con el alma enredada en alambres de espino y la sonrisa cabalgando a lomos de un trozo de pan. Con la cara sucia y las manos limpias.
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Publicado en mujerpalabra.net en la primavera del 2010