Navidad, santos, cumpleaños, fiestas.
Extracto del libro "Consumo sostenible" de Pilar Comín y Bet Font. Editorial Icaria / Milenrama.
De unas vacaciones a las siguientes hay una eternidad, así que nos hemos buscado distintas cosas que celebrar. El día de la Comunidad, el santo patrón
de nuestra ciudad, nuestro cumpleaños, la Navidad o el Día del Trabajo. Son pequeños homenajes a nosotros mismos que solemos celebrar con los demás.
Es saludable y civilizado; por una parte rompemos la rutina y, por otra, compartimos nuestra alegría con otras personas. Pero hay muchas formas de
celebrar y de compartir, unas más personales y otras más materiales. A veces no recordamos que lo más importante de las fiestas es compartir y no
mostrar lo mucho que tenemos o que podemos comprar.
Parece que nos alegramos más del cumpleaños de un amigo o de un hijo si se prepara mucha comida y mucha bebida. Además, esa comida y esa bebida suelen
servirse en vasos y platos, y con cubiertos, manteles y servilletas desechables, casi siempre de colores y con dibujos. Es decir un montón de papel y
de plástico que sólo se utilizará una vez y con ellos irán a cualquier vertedero un montón de materias primas derrochadas, tintas y otras sustancias
contaminantes y una buena dosis de energía utilizada en la fabricación de estos elementos. La Navidad es, sin duda, el momento del año en que somos,
casi por encima de todo, consumidores.
Un paseo por el centro de cualquier ciudad en el que nos situemos como si fuéramos una estatua observando los movimientos y escuchando las
conversaciones de la gente es un buen ejercicio para comprobarlo. Quizás ya no lo recordemos pero la Navidad es una fiesta religiosa en la que los
creyentes celebran el nacimiento de un niño en el lugar más pobre y de la manera más humilde que se pueda imaginar. Para los no creyentes la Navidad
no es más que unos días festivos en los que no hay que ir a trabajar.
Pero a todos, sin pedirnos permiso, todos los años, durante más de un mes, la Navidad no sólo nos espera en la calle sino que, además se nos mete en
casa. Bueno, en realidad no es la Navidad lo que nos persigue sino el consumo navideño que es otra cosa y que poco tiene que ver con el humilde portal
de Belén. ¿Cómo puede ser que el besugo valga un día x y a la semana siguiente suba al doble?, ¿es normal que todos queramos comer langostinos el
mismo día?, ¿cómo es que a todos nos hacen falta un jersey y un abrigo nuevos al mismo tiempo?
Los ayuntamientos que durante todo el año se quejan de tener poco dinero no parece que calculen lo que les va a costar llenar la ciudad de bombillas y
cómo será la factura de la luz que pagarán con nuestro dinero. Mientras, las calles se llenan de músicas celestiales y los escaparates de colores que
atraerán nuestras miradas hacia cosas que muchas veces no necesitamos. Una de las que no necesitamos pero siempre nos gusta es el turrón; de yema, de
Jijona, de Alicante, guirlache o mazapán; pero ahora también de chocolate, de coco, con brandy y nuevas variedades que aparecen cada año; de la misma
manera que cada año, las pastillas son un poco más pequeñas y la caja un poco más grande. Todas las cajas son un poco más grandes en Navidad, todo
lleva una capa más de celofán y hasta al salchichón se le puede poner un lazo de colores. Parece que cuánto más pequeño es el regalo más grande es el
envase y más embalaje hay que ponerle.
Los niños son el principal objetivo de la publicidad y el marketing navideño. Muchos padres pagarían porque se estropeara la tele a la hora de los
anuncios que rodean a los programas infantiles de la tele porque saben que durante la Navidad la palabra más oída en la casa será “¿me comprarás...?”.
Por si fuera poco, cada vez dura más la Navidad; empieza cuando todavía falta más de un mes y las tiendas permanecen abiertas mientras quede una sola
persona por la calle buscando el videojuego que anuncian en televisión. Además aparecen celebraciones y costumbres que no sabemos de dónde han salido.
Para muchos no había más noche mágica que la del 5 de enero pero los padres de hoy ven aparecer a Papá Noël o Santa Claus en un trineo tirado por
renos y a los pocos días no les queda más remedio que poner comida para los camellos de los reyes magos. ¡Cualquiera les explica a los niños que por
donde pasa un reno no puede pasar un camello!
Lo último en llegarnos, para alegría de las tiendas de lencería, es la costumbre de llevar ropa interior de color rojo en nochevieja, pensando que si
no compramos alguna pieza de este color nos esperan 365 días de desgracias. Ya no nos acordamos que la pasada nochevieja también lo hicimos y durante
el año ha habido de todo: días felices y otros menos. Debe ser cosa del mercado único y el mundo global pero si a un español le coge la Nochevieja en
Egipto e insiste en comer 12 uvas, más de un egipcio va a pensar que estamos locos, a pesar de que también ellos hayan empezado a poner espumillón y
bolas brillantes por las calles.
Se supone que en Navidad se trata de celebrar la humildad, la paz y la fraternidad, pero ni nos acordamos de los humildes, ni pensamos en todos los
lugares donde hay guerra ni nos sentimos de aquellos que jamás recibirán una cesta llena de botellas y turrones. De repente todos somos más ricos de
lo que éramos y empieza la gran fiesta del consumo. No nos importa derrochar, ya no pensamos en los envases ni en el ahorro energético y no nos
acordamos de quel vertedero que no queremos pero que llenamos de residuos, entre otras cosas, con el árbol, el muérdago y el acebo que tan tranquilos
estaban en sus bosques hasta que a nosotros nos ha dado por llenarnos de símbolos de paz en vez de paz de verdad.
Fuente: Extracto del libro "Consumo sostenible" de Pilar Comín y Bet Font. Editorial Icaria / Milenrama.
Sacado de
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