El espíritu de la colmena, Good bye Lenin, Ser y tener (3 pelis)
La Vanguardia
18-2-2004
Cultura
Otros escenarios de la educación
EULÀLIA BOSCH
Han coincidido en la cartelera tres películas aparentemente distintas: “El espíritu de la colmena” rodada por Víctor Erice en 1973, “Good bye Lenin”
de Wolfgang Becker (Alemania, 2002) y “Ser y tener” de Nicolas Philibert (Francia, 2002). Las críticas sólo se refieren a esta última como una
historia sobre educación. Y, como ocurrió con “Bowling for Columbine”, ha pasado a ser tema de conversación en las escuelas hasta el punto que los
enseñantes que no la han visto se disculpan por ello. ¿Qué tiene “Ser y tener” que no tengan las otras dos? ¿La figura del maestro? No debe ser eso,
porque la Doña Lucía de Erice no tiene nada que envidiar al George López de Philibert y la madre de Alex, eje central de “Good bye Lenin”, es una
maestra. ¿Tal vez sea la presencia de las aulas? En este caso, siguiendo a Wittgenstein cuando se preguntaba por el número de calles necesario para
considerar que un lugar es una ciudad, podríamos preguntarnos cuántos minutos deben rodarse en una clase para qué un film sea una historia sobre
educación, porque, aunque de forma desigual, las aulas están presentes en las tres películas. ¿Estará la diferencia en que el reparto incluya niños y
adolescentes? Posiblemente, ninguna de las tres cosas y las tres a la vez. “Ser y tener” explica la vida cotidiana de una escuela unitaria francesa
que probablemente sea percibida como un vestigio del pasado por muchos ciudadanos de cualquier ciudad media europea y que, en cambio, es probable que
resulte casi doméstica para gentes de tantos pueblos y aldeas que han de ver en la pantalla una secuencia de una parte de su infancia. Yo me inclino a
pensar que lo que hace que “Ser y tener” sea vista como una historia sobre educación –y que no lo sean las otras dos– es nuestra maldita costumbre de
confundir la educación con la escolarización. Costumbre que por una parte libera a un amplio sector de la ciudadanía que puede considerar que la
educación no va con ellos, y por la otra crea una enorme distancia entre los enseñantes y el tejido cultural que constituye el contexto de su trabajo.
En Europa llevamos muchos años de tecnificación educativa. Los planes de estudio han cambiado una y otra vez, pero los temas de fondo que religan
educación y cultura se mantienen casi intactos. De acuerdo, que los académicos discutan cuántas horas tienen que dedicar los escolares a la lengua o a
las matemáticas. Pero el término “educación” no designa una disciplina más, sino que remite a un proceso muy complejo de relaciones humanas que no
tienen ni un espacio delimitado ni un tiempo propio. La palabra “educación” no es ni tan sólo una palabra de la misma família que la palabra
“escolarización”. Esta última remite al periodo de tiempo que los niños pasan en el colegio, periodo en el que es más que deseable que el proceso
educativo se manifieste con una fuerza tal que pueda ser reconocido por los estudiantes cuando hayan dejado ya de serlo. Pero desearlo no es garantía
de éxito. El proceso educativo –que hunde sus raíces en el embarazo y el parto– puede fortalecerse en la escuela si esta institución mantiene un alto
grado de porosidad con los núcleos sociales y culturales en los que los adultos acumulan su propio alimento patrimonial. La educación tiene en los
hogares y en las canchas de deporte, en los campos, bosques y playas, plazas públicas y en centros culturales sus escenarios propios. La escuela la
toma en mano para dosificarla adecuadamente de manera que pueda ser interiorizada por los neófitos. Los docentes, pues, lo que en realidad hacen en
favor de la educación es facilitar el acceso de los estudiantes a todas esas formas de interpretación que las ciencias y las artes han inventado para
comprender el mundo. Pero los enseñantes no pueden ni deben constituirse en los depositarios de un patrimonio cultural que ya tiene su propia
existencia en el entorno mismo de la comunidad escolar. Y lo que es más importante es que este entorno cultural es el que permanecerá activo para los
estudiantes cuando dejen de serlo y por tanto es, desde el principio, el verdadero punto neurálgico de su educación. Desde esta perspectiva, “Ser y
tener” es una historia de escolarización que deja al descubierto muchos elementos educativos –especialmente atractivas para mí son las escenas rodadas
en las casas de los estudiantes– exactamente del mismo registro que los que aporta “El espíritu de la colmena” –recuerdo aquella escena memorable en
que las dos niñas, atemorizadas todavía por la película que acaban de ver, “Frankenstein”, cada una desde su cama, hablan de espíritus y monstruos –o
“Good bye Lenin”– cuando Alex busca mantener viva la memoria de su madre a través de las latas de conserva a las que quedó adherida. Los escenarios de
la educación son múltiples y, tal vez, los fundamentales pasan inadvertidos para demasiados grupos de población. ¿Acaso no fueron los cines nuestras
verdaderas escuelas de los domingos por la tarde cuando éramos niños? Y más adelante, ¿no se transformaron en verdaderos centros de formación
política, supliendo así el déficit escolar que acarreábamos debido al franquismo? Teatros, auditorios, museos… son algunas de las escuelas after hours
sin las que los colegios no podrían vivir. En ellos uno llega a intuir cómo lo profano pasa a ser sagrado, cómo se vulgarizan los mitos y cómo se
mitifica la vulgaridad, qué condiciones permitirían vivir como extraordinario lo cotidiano, cómo puede el patrimonio despertar y alimentar nueva
curiosidad, qué une lo trivial y lo sublime en la vida de las personas… verdaderos temas educativos a los que los raramente llegan los temarios
escolares.Eulàlia Bosch es profesora de Filosofía. Ha publicado “El plaer de mirar” (Actar) y “Educació i vida quotidiana” (Eumo / Laertes)
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