Publicado en EL CORREO
Lo sabíamos, claro que lo sabíamos. Han sido miles -puestos a ser precisos,
millones- los años de canibalismo, guerras, torturas y agresiones que nos
han hecho humanos a fuerza de disimularlo. ¿A qué viene entonces tanto
alboroto? ¿Es hipócrita nuestra emoción ante el 11-M, ante las fotos de
humillaciones y mutilaciones que nos llegan tanto del lejano Oriente como
del piso de al lado, donde yace la enésima madre muerta?
No, creo que no. El razonamiento sin emoción, sin pasión, sin concreción,
sin visualización es un conocimiento cojo, una abstracción fría que
podríamos dejar olvidada en la mesa del despacho. Ahora, gracias a las
tecnologías de la comunicación, estamos integrando la percepción, el
sentimiento y la empatía en nuestra representación de la realidad -vamos
dejando atrás el egoistón 'ojos que no ven, corazón que no siente'- , y lo
que conocemos nos está dejando turulatos, por mucho que nos haga más
sabios. Esa violencia que hasta ahora nos parecía siempre ajena la intuimos
ahora en el fondo de nosotros mismos, como en esa soldado con cara de niño,
como en ese anciano que de pronto acuchilla a su mujer, como en ese etarra
adolescente. Ese misil en Gaza o esa cabeza cortada en Internet no son algo
distinto de esa pelea en el pasillo del instituto, de ese portazo, de esas
ganas de romper algo que te han poseído. Aquí o allá la violencia es una y
la misma. ¿Qué vértigo!
Si empezáramos por ahí, reconociendo que la violencia, como el estrés o el
miedo, es un recurso biológico de la especie sin el cual quizás no
existiríamos, hablar de 'educación para la paz' sería casi un eufemismo
para esquivar el reconocimiento de que la violencia es una característica
constitutiva de todo ser humano que nunca podrá ser encauzada sin antes ser
reconocida. Dejo para los eruditos la discusión sobre su origen, ya saben,
innata o adquirida, los genes, los juguetes bélicos y todo eso. Como
educador me limito a constatar su existencia y a recordar el sentido
etimológico de la acción de educar: extraer, ayudar a sacar, hacer brotar
lo que el individuo lleva dentro; no dar vista a quien no la tiene sino
reorientar la visión de quien la tiene desenfocada, como decía Platón en
'La República'. Educar la violencia, entonces, para desactivar su potencial
dañino, para que la fuerza, el ímpetu y el arrebato puedan utilizarse en
beneficio de su dueño y de quienes le rodean, y no al revés.
Para detectar la violencia, para nombrar la cosa, necesitamos las palabras.
Contra la tradicional tendencia a ocultar, fingir, mentir y disimular para
evitar conflictos, creyendo que los problemas desaparecen si no se
mencionan, nos es urgente contar, leer, escribir y buscar palabras para
hacer confidencias, compartir secretos y temores, confiar y dar confianza,
estructurar así el caos en el que habitamos cuando no podemos nombrar lo
que pasa. Es difícil hacerlo y ahí es donde padres y educadores tenemos la
responsabilidad de educar con el ejemplo a la hora de verbalizar las
emociones. Recuerdo el 11-M, así como en tantos otros atentados, ante la
disyuntiva de callar e interrumpir las clases por un lado, y la voluntad de
transformar los momentos más críticos en los aprendizajes más imborrables,
aún a riesgo de perder la entereza del hilo de voz por el otro. La
violencia más destructiva, no lo olvidemos, aparece cuando ya no valen las
palabras; a veces porque se han agotado, casi siempre porque no se han
encontrado.
Pero las palabras, como mucho, nos servirán de mapa, nos ayudarán a
localizar un territorio hecho de miedos, frustraciones, odios, fracasos o
abandonos que no se desactivan por tan sólo nombrarlos; por muy necesaria
que sea su mención, no siempre es suficiente. En el territorio de la
violencia, muchos entendidos lo confirman, huele a sexo. Sexo contrariado
en tantas agresiones domésticas, sexo pervertido en los torturadores, sexo
prohibido para los fanáticos, sexo reprimido o escaso en los países del
terrorismo, sexo que no se satisface con la palabra y que ha de reconocerse
en libertad para que pueda derivar hacia el amor, la ternura o la creación
en vez de ser fermento de odio y agresión. Sean como sean, más nobles o más
abyectas, las pasiones no se desactivan negándolas. Han de verterse en la
acción, sea ésta explícitamente sexual, ojalá, o sublimada en la música, el
deporte, el trabajo, la jardinería, la espiritualidad o en donde cada uno
pueda quemar esas energías sin cuya descarga no será fácil encontrar el
sosiego, la paz y el descanso.
Pasiones a fin de cuentas, más que conceptos, las que subyacen en las
manifestaciones más comunes de la violencia. Y eso que también es llamativa
la responsabilidad del marxismo y otras religiones en la legitimación de la
violencia política, por escasos que sigan siendo los análisis sobre su
influencia en el terrorismo vasco. Del mismo Marx procede la sospecha de
que las expresiones ideológicas, religiosas, filosóficas o políticas no son
sino el revestimiento de otras cuestiones más materiales y concretas. Si
Marx hubiera conocido a Freud quizás no habría ignorado qué pasiones tan
turbias sedimentan el alma humana... pero dejemos esto para otro día.
Educar la violencia, sí, por difícil que sea encontrar en el sistema
educativo y en el diálogo familiar el momento para la comunicación
afectivo-sexual y para la reflexión político-social. Atender un poco más la
indagación emocional, a ver si así conseguimos que las pasiones no
revienten en estallidos ciegos y aprendemos a enfriarlas con el intelecto.
Para que no lleguemos siempre tarde y no tengamos que oír ni a ministros ni
a expertos negar la posibilidad de que pueda rehabilitarse el agresor más
furibundo. Por tarde que sea, por improbable que sea, educar la violencia
es mantener la esperanza.
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