Entro en la catedral, no para buscar a dios o al hombre santo, vengo a envolverme en la luz gótica que la bóveda modela, sentada sobre los bancos pulidos, rodeada de piedra, en silencio. El silencio de una catedral es inexplicable y denso, se compone de objetos contundentes que imponen el vacío que es la calma. La superficie lisa de los bancos por donde resbalo mis manos frías y extiendo mi torso agrio, la piedra porosa contra la que descanso el desamparo, los cristales de color que me bañan entera con su luz irisada, difuminándome... Aquí, bajo la luz que seda y el incienso que adormece, el tiempo y la carne parecen inalterables y rezuma el alivio del sentimiento leve. No soy una mujer religiosa, aunque el desamparo que provoca el sentimiento de pérdida, con el paso del tiempo, es una melancolía que parece espiritualidad.
La catedral | I |
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