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Respuesta de Freud a Einstein (¿Por qué la guerra?)
Sigmund Freud
Estimado
señor Einstein:
Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme
a cambiar ideas sobre un tema que ocupaba su interés y que
también le parecía ser digno del ajeno, manifesté
complacido mi aprobación. Sin embargo, esperaba
que usted elegiría un problema próximo a los límites
de nuestro actual conocimiento, un problema ante el que cada uno
de nosotros, el físico como el psicólogo, pudiera
labrarse un acceso especial, de modo que, acudiendo de distintas
procedencias, se encontrasen en un mismo terreno.
En tal expectativa, me sorprendió su pregunta: ¿Qué
podría hacerse para evitar a los hombres el destino de la
guerra? Al principio quedé asustado bajo la impresión
de mi- casi hubiera dicho: "de nuestra" incompetencia,
pues aquélla parecía una tarea práctica que
corresponde a los hombres de Estado. Pero luego comprendí
que usted no planeaba la pregunta en tanto que investigador de la
Naturaleza y físico, sino como amigo de la Humanidad, respondiendo
a la invitación de la Liga de las Naciones, a la manera de
Fridtjof Nansen, el explorador del Artico que tomó a su cargo
la asistencia de la masas hambrientas y de las víctimas refugiadas
de la Guerra Mundial. Además, reflexioné que no se
me pedía la formulación de propuestas prácticas,
sino que sólo había de bosquejar cómo se presenta
a la consideración psicológica el problema de prevenir
las guerras.1
Pero usted en su misiva ha expresado ya casi todo lo que podría
decir al respecto. En cierta manera, usted me ha sacado el viento
de las velas, pero de buen grado navegaré en su estela y
me limitaré a confirmar cuanto usted enuncia, tratando de
explayarlo según mi mejor ciencia o presunción.
Comienza usted con la relación entre el derecho y el poder:
he aquí, por cierto, el punto de partida más adecuado
para nuestra investigación. ¿Puedo sustituir la palabra
poder En la serie "poder" por el término, más
rotundo y más duro, "fuerza"? Derecho y fuerza
son hoy para nosotros antagónicos, pero no es difícil
demostrar que el primero surgió de la segunda, y retrocediendo
hasta los orígenes arcaicos de la Humanidad para observar
cómo se produjo este fenómeno, la solución
del enigma se nos presenta sin esfuerzo. No obstante, perdóneme
usted si en lo que sigue paso revista, como si fuesen novedades,
a cosas conocidas y admitidas por todo el mundo: el hilo de mi exposición
me obliga a ello.
De modo que, en principio, los conflictos de intereses entre los
hombres son solucionados mediante el recurso de la fuerza. Así
sucede en todo el reino animal, del cual el hombre no habría
de excluirse, pero en el
caso de éste se agregan también conflictos de opiniones
que alcanzan hasta las mayores alturas de la abstracción
y que parecerían requerir otros recursos para su solución.
En todo caso, esto sólo es una complicación relativamente
reciente. Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor
fuerza muscular era la que decidía a quién debía
pertenecer alguna cosa o la voluntad de quien debía llevarse
a cabo. Al poco tiempo la fuerza muscular fue reforzada y sustituida
por el empleo de herramientas: triunfó aquel que poseía
las mejores armas o que sabía emplearlas con mayor habilidad.
Con la adopción de las armas, la superioridad intelectual
ya comienza a ocupar la plaza de la fuerza muscular bruta, pero
el objetivo final de la lucha sigue siendo el
mismo: por el daño que se le inflige o por la aniquilación
de sus fuerzas, una de las partes contendientes ha de ser obligada
a abandonar sus pretensiones o su oposición. Este objetivo
se alcanza en forma más completa cuando la fuerza del enemigo
queda definitivamente eliminada, es decir, cuando se lo mata. Tal
resultado ofrece la doble ventaja de que el enemigo no puede iniciar
de nuevo su oposición y de que el destino sufrido sirve como
escarmiento, desanimado a otros que pretendan seguir su ejemplo
Finalmente, la muerte del enemigo satisface una tendencia instintiva
que habré de mencionar más adelante. En un momento
dado, al propósito homicida se opone la consideración
de que respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo
atemorizado, podría empleárselo para realizar servicios
útiles. Así, la fuerza, en lugar de matarlo, se limita
a subyugarlo. Este es el origen del respeto por la
vida del enemigo, pero desde ese momento el vencedor hubo de contar
con los deseos latentes de venganza que abrigaban los vencidos,
de modo que perdió una parte de su propia seguridad.
Por consiguiente, ésta es la situación original: domina
el mayor poderío, la fuerza bruta o intelectualmente fundamentada.
Sabemos que este régimen se modificó gradualmente
en el curso de la evolución que algún camino condujo
de la fuerza al derecho: pero ¿cuál fue este camino?
Yo creo que sólo pudo ser uno: el que pasa por el reconocimiento
de que la fuerza mayor de un individuo puede ser compensada por
la asociación de varios más débiles. Lunion
fait la force. La violencia es vencida por la unión; el poderío
de los unidos representa ahora el derecho en oposición a
la fuerza del individuo aislado. Vemos, pues, que el derecho no
es sino el poderío de una comunidad. Sigue siendo una fuerza
dispuesta a dirigirse contra cualquier individuo que se le oponga;
recurre a los mismos medios, persigue los mismos fines; en el fondo,
la diferencia sólo reside en que ya no es el poderío
del individuo el que se impone, sino el de un grupo de individuos.
Pero es preciso que se cumpla una condición psicológica
para que pueda efectuarse este pasaje de la violencia al nuevo derecho:
la unidad del grupo ha de ser permanente, duradera. Nada se habría
alcanzado si la asociación sólo se formará
para luchar contra un individuo demasiado poderosos, desmembrándose
una vez vencido éste. El primero que se sintiera más
fuerte trataría nuevamente de dominar mediante su fuerza,
y el juego se repetirá sin cesar. La comunidad debe ser conservada
permanentemente; debe organizarse, crear preceptos que prevengan
las temidas insubordinaciones; debe designar organismos que vigilen
el cumplimiento de los preceptos-leyes-y ha de tomar a su cargo
la ejecución de los actos de fuerza legales. Cuando los miembros
de un grupo humano reconocen esta comunidad de intereses aparecen
entre ellos vínculos afectivos, sentimientos gregarios que
constituyen el verdadero fundamento de su poderío.
Con esto, según creo, ya está dado lo esencial: la
superación de la violencia por la cesión del poderío
a una unidad más amplia, mantenida por los vínculos
afectivos entre sus miembros. Cuanto sucede después no son
sino aplicaciones y repeticiones de está fórmula.
El estado de cosas no se complica mientras la comunidad sólo
conste de cierto número de individuos igualmente fuertes.
Las leyes de esta asociación determinan entonces en qué
medida cada uno de sus miembros ha de renunciar a la libertad personal
de ejercer violentamente su fuerza para que sea posible una segura
vida en común. Pero esta situación pacífica
sólo es concebible teóricamente, pues en la realidad
es complicada por el hecho de que desde un principio la comunidad
está formada por elementos de poderío dispar, por
hombres y mujeres, hijos y padres, y al poco tiempo, a causa de
guerras y conquistas, también por vencedores y vencidos que
se convierten en amos y esclavos. El derecho de la comunidad se
torna entonces en expresión de la desigual distribución
del poder entre sus miembros; las leyes serán hechas por
y para los dominantes y concederán escasos derechos a los
subyugado. Desde ese momento existe en la comunidad dos fuentes
de conmoción del derecho, pero que al mismo tiempo lo son
también de nuevas legislaciones. Por un lado, algunos de
los amos tratarán de eludir las restricciones de vigencia
general, es decir, abandonaran el dominio del derecho para volver
al dominio de las violencia; por el otro, los oprimidos tenderán
constantemente a procurarse mayor poderío y querrán
que este fortalecimiento halle eco en el derecho, es decir, que
se progrese del derecho desigual al derecho igual para todos. Esta
última tendencia será tanto más poderosa si
en el ente colectivo se producen realmente desplazamientos de las
relaciones de poderío, como acaecen a causa de múltiples
factores históricos. En tal caso el derecho puede adaptarse
paulatinamente a la nueva distribución del poderío
o, lo que es más
frecuentemente, la clase dominante se negará a reconocer
esta transformación y se llega a la rebelión, a la
guerra civil, es decir a la supresión transitoria del derecho
y a renovadas tentativas violenta que, una vez transcurridas, pueden
ceder el lugar a un nuevo orden legal. Aún existe otra fuente
de la evolución legal que sólo se manifiesta en forma
pacífica: se trata del desarrollo cultural de los miembros
de la colectividad; pero ésta pertenece a un conexo que no
habremos de considerar sino más adelante.
Veamos, por consiguiente, que hasta dentro de una misma colectividad
no se puede evitar la solución violenta de los conflictos
de intereses. Sin embargo, las necesidades y los fines comunes que
resultan de la convivencia en el mismo terreno favorecen la terminación
rápida de esas
luchas, de modo que en estas condiciones aumenta sin cesar la probabilidad
de que se recurra a medios pacíficos para resolver los conflictos.
Pero una ojeada a la Historia de la Humanidad nos muestra una serie
interrumpida de conflictos entre una comunidad y otra u otras, entre
conglomerados mayores o menos, entre ciudades, comarcas, tribus,
pueblos, Estados; conflictos que casi invariablemente fueron decididos
por el cotejo bélico de las respectivas fuerzas. Semejantes
guerras terminan, ya en el saqueo, ya en el complejo sometimiento
y en la conquista de una de las partes contendientes. No es lícito
juzgar con el mismo criterio todas las guerras de conquistas. Algunas,
como las de los mogoles y de los turcos, sólo llevaron a
calamidades; otras, en cambio, a la conversión de la violencia
en el derecho, al establecimiento de entes mayores, en cuyo seno
quedó eliminada la posibilidad del despliegue de fuerzas,
solucionándose los conflictos mediante un nuevo orden legal.
Así, las conquistas de los romanos legaron la preciosa pax
romana a los pueblos mediterráneos. Las tendencias expansivas
de los reyes franceses crearon una Francia pacíficamente
unida y próspera. Aunque parezca paradójico, es preciso
reconocer la anhelada paz "eterna", ya que es capaz de
crear unidades tan grandes que una fuerte potencia alojada en su
seno haría imposibles nuevas guerra. Pero en realidad la
guerra no sirve para este fin, pues los éxitos de la conquista
no suelen ser duraderos; las nuevas unidades generalmente vuelven
a desmembrarse a causa de la escasa coherencia entre las partes
unidas por la fuerza. Además, hasta ahora la conquista sólo
pudo crear uniones incompletas, aunque amplias, cuyos conflictos
interiores favorecieron aún más las decisiones violentas.
Así todo los esfuerzos bélicos sólo llevaron
a que la Humanidad trocara numerosas y aun continuadas guerras pequeñas
por conflagraciones menos frecuentes, pero tanto más devastadoras.
Aplicando mis reflexiones a las circunstancias actuales, llego al
mismo resultado que usted alcanzó por una vía más
corta. Sólo es posible impedir con seguridad las guerras si los hombres se ponen de acuerdo
en establecer un poder central, al cual se le conferiría
la solución de todos los conflictos de intereses. Esta formulación
involucra, sin duda, dos condiciones: la de que sea creada semejante
instancia superior, y la de que se le confiera un poderío
suficiente. Cualquiera de las dos, por sí sola, no bastaría.
Ahora bien: la Liga de las Naciones fue proyectada como una instancia
de esta especie, pero no se realizó la segunda condición:
no posee poderío autónomo, y únicamente lo
obtendría si los miembros de la nueva unidad, los distinto
Estados, se le confiriesen. No hay duda que actualmente son muy
escasas las probabilidades de que tal cosa suceda.
Con todo, se juzgaría mal a la institución de la Liga
de las Naciones si no se reconociera que nos encontramos ante un ensayo pocas veces
emprendido en la Historia de la Humanidad y quizá jamás
intentado en semejante escala. Se trata de una tentativa para ganar,
mediante la invocación de ciertas posiciones ideales, la
autoridad es decir, el poder de influir perentoriamente que en general
se desprende del poderío. Hemos visto que una comunidad humana
se mantiene unida merced a dos factores: el imperio de la violencia
y los lazos afectivos técnicamente los llamados "identificaciones"
que liga a sus miembros. Desapareciendo uno de aquéllos,
el otro podrá posiblemente mantener unida a la comunidad.
Desde luego, las mencionadas ideas sólo poseen trascendencia
si expresan importantes intereses comunes a todos los individuos.
Cabe preguntarse entonces cuál será su fuerza. La
Historia nos enseña que pudieron ejercer, en efecto, considerable
influencia. Así, por ejemplo, la idea panhelénica,
la consciencia de ser superiores a los bárbaros vecinos,
idea tan poderosamente expresada en las anfictionías, en
los oráculos y en los juegos festivos, fue suficientemente
fuerte como para suavizar las costumbres guerreras de los griegos,
pero no alcanzó a impedir los conflictos bélicos entre
las unidades del pueblo heleno y, lo que es más, tampoco
pudo evitar que una ciudad o confederación de ciudades se
aliara con el poderoso enemigo persa en perjuicio de un rival. Análogamente,
el sentimiento de la comunidad cristiana, sin duda alguna poderoso,
no tuvo fuerza suficiente para impedir que durante el Renacimiento
pequeños y grandes Estados cristianos solicitaran en sus
guerras mutuas el auxilio del sultán. Tampoco en nuestra
época existe una idea a la cual pudiera atribuirse semejante
autoridad unificadora. El hecho de que actualmente los ideales nacionales
que dominan a los pueblos conducen a un efecto contrario, es demasiado
evidente. Ciertas personas predicen que sólo la aplicación
general de la ideología bolchevique podría poner fin
a la guerra, pero seguramente aún nos encontramos hoy muy
alejados de este objetivo, y quizá sólo podríamos
alcanzarlo a través de una terrible guerra civil. Por consiguiente,
parece que la tentativa de sustituir el poderío real por
el poderío de las ideas está condenada por el momento
al fracaso. Se hace un cálculo errado si no se tiene en cuenta
que el derecho fue originalmente fuerza bruta y que aún no
puede renunciar al apoyo de la fuerza.
Puedo pasar ahora a glosar otra de sus proposiciones. Usted expresa
su asombro por el hecho de que sea tan fácil entusiasmar
a los hombres para la guerra, y sospecha que algo, un instinto del
odio y de la destrucción, obra en ellos facilitando ese enardecimiento.
Una vez más, no puedo sino compartir sin restricciones su
opinión. Nosotros creemos en la existencia de semejante instinto,
y precisamente durante los últimos años hemos tratado
de estudiar sus manifestaciones. Permítame usted que exponga
por ello una parte de la teoría de los instintos a la que
hemos llegado en el psicoanálisis después de muchos
tanteos y vacilaciones. Nosotros aceptamos que los instintos de
los hombres no pertenecen más que a dos categoría:
o bien son aquellos que tienden a conservar y a unir los denominamos
"eróticos", completamente en el sentido de Eros
del Symposion platónico, o "sexuales", ampliando
deliberadamente el concepto popular de la sexualidad, o bien son
los instintos que tienden a destruir y a matar: los comprendemos
en los términos "instintos de agresión"
o "de destrucción". Como usted advierte, no se
trata más que de una transfiguración teórica
de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida
y quizá relacionada primordialmente con aquella otra, entre
atracción y repulsión, que desempeña un papel
tan importante en el terreno de su ciencia. Llegados aquí
no nos apresuremos a introducir los conceptos estimativos de "bueno"
y "malo". Uno cualquiera de estos instintos es tan imprescindible
como el otro, y de su acción conjunta y antagónica
surgen las manifestaciones de la vida. Ahora bien: parece que casi
nunca puede actuar aisladamente un instinto perteneciente a una
de estas especies, pues siempre aparece ligado como decimos nosotros
"fusionado" con cierto componente originario del otro,
que modifica su fin y que en ciertas circunstancias es el requisito
ineludible para que este fin pueda ser alcanzado. Así, el
instinto de conservación, por ejemplo, sin duda es de índole
erótica, pero justamente él precisa disponer de la
agresión para efectuar su propósito. Análogamente,
el instinto del amor objetal necesita un complemento de instinto
de posesión para lograr apoderarse de su objeto. La dificultad
para aislar en sus manifestaciones ambas clases de instintos es
la que durante tanto tiempo nos impidió reconocer su existencia.
Si usted está dispuesto a acompañarme otro trecho
en mi camino, se enterará de que los actos humanos aún
presentan otra complicación de índole distinta a la
anterior. Es sumamente raro que un acto sea obra de una única
tendencia instintiva, que por otra parte ya debe estar constituida
en sí misma por Eros y destrucción. Por el contrario,
generalmente es preciso que coincidan varios motivos de estructura
análoga para que la acción sea posible. Uno de sus
colegas de usted, un cierto profesor G. Ch. Lichtenberg, que en
los tiempos de nuestros clásicos enseñaba física
en Göttingen, ya lo sabía, quizá porque era aún
más eximio psicólogo que físico. Inventó
la "rosa de los móviles", al escribir: "Los
móviles * de los actos humanos pueden disponerse como los
32 rumbos de la rosa náutica, y sus nombres se forman de
manera análoga; por ejemplo: "pan pan-gloria, o gloria-gloria-pan".
Por consiguiente, cuando los hombres son incitados a la guerra habrá
en ellos gran número de motivos nobles o bajos, de aquellos
que se suele ocultar y de aquellos que no hay reparo en expresar
que responderán afirmativamente; pero no nos proponemos revelarlos
todos aquí. Seguramente se encuentra entre ellos el placer
de la agresión y de la destrucción: innumerables crueldades
de la Historia y de la vida diaria destacan su existencia y su poderío.
La fusión de estas tendencias destructivas con otras eróticas
e ideales facilita, naturalmente su satisfacción. A veces,
cuando oímos hablar de los horrores de la Historia, nos parece
que las motivaciones ideales sólo sirvieron de pretexto para
los afanes destructivo; por otras ocasiones, por ejemplo frente
a las crueldades de la Santa Inquisición, opinamos que los
motivos ideales han predominado en la consciencia, suministrándole
los destructivos un refuerzo inconsciente. Ambos mecanismos son
posibles.
Temo abusar de su interés, embargado por la prevención
de la guerra y no por nuestra teroías. Con todo, quisiera
detenerme un instante más en nuestro instinto de destrucción,
cuya popularidad de ningún modo corre parejas con su importancia.
Sucede que mediante cierto despliegue de especulación hemos
llegado a concebir que este instinto obra en todo ser viviente,
ocasionando la tendencia de llevarlo a su desintegración,
de reducir la vida al estado de la materia inanimada. Merece. Pues,
en todo sentido la designación de instinto de muerte, mientras
que los instintos eróticos representan las tendencias hacia
la vida. El instinto de muerte se torna instinto de destrucción
cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigido hacia
fuera, hacia los objetos. El ser viviente protege en cierta manera
su propia vida destruyendo la vida ajena. Pero una parte del instinto
de muerte se mantiene activa en el interior del ser; hemos tratado
de explicar gran número de fenómenos normales y patológicos
mediante esta interiorización del instinto de destrucción.
Hasta hemos cometido la herejía de atribuir el origen de
nuestra conciencia moral a tal orientación interior de la
agresión. Como usted advierte, el hecho de que este proceso
adquiera excesiva magnitud es motivo para preocuparnos; sería
directamente nocivo para la salud, mientras que la orientación
de dicha energía instintivas hacia la destrucción
en el mundo exterior alivia al ser viviente, debe producirle un
beneficio. Sirva esto como excusa biológica de todas las
tendencias malignas y peligrosas contra las cuales luchamos. No
dejemos de reconocer que son más afines a la Naturaleza que
nuestra resistencia contra ellas, las cual por otra parte también
es preciso explicar. Quizá haya adquirido usted la impresión
de que nuestras teorías forman una suerte de mitología,
y si así fuese, ni siquiera sería una mitología
grata. Pero, ¿acaso no se orientan todas las ciencias de
la Naturaleza hacia una mitología de esta clase? ¿Acaso
se encuentra usted hoy en la física en distinta situación?
De lo que antecede derivamos para nuestros fines inmediatos la conclusión
de que serán inútiles los propósitos para eliminar
las tendencias agresivas del hombre. Dicen que en regiones muy felices
de la Tierra, donde la Naturaleza ofrece pródigamente cuanto
el hombre necesita para su subsistencia, existen pueblos cuya vida
transcurre pacíficamente, entre los cuales se desconoce la
fuerza y la agresión. Apenas puedo creerlo, y me gustaría
averiguar algo más sobre esos seres dichosos. También
los bolcheviques esperan que podrán eliminar la agresión
humana asegurando la satisfacción de las necesidades materiales
y estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad.
Yo creo que eso es una ilusión. Por ahora están concienzudamente
armados y mantienen unidos a sus partidarios, en medida no escasa,
por el odio contra todos los ajenos. Por otra parte, como usted
mismo advierte, no se trata de eliminar del todo las tendencias
agresivas humanas; se puede intentar desviarlas, al punto que no
necesiten buscar su expresión en la guerra.
Partiendo de nuestra mitológica teoría de los instintos,
hallamos fácilmente una fórmula que contenga los medios
indirectos para combatir la guerra. Si la disposición a la
guerra es un producto del instinto de destrucción, lo más
fácil será apelar al antagonista de ese instinto:
al Eros. Todo lo que establezca vínculos efectivos entre
los hombres debe actuar contra la guerra. Estos vínculos
pueden ser de dos clases. Primero, los lazos análogos a los
que nos ligan a los objetos del amor, aunque desprovistos de fines
sexuales. El psicoanálisis no precisa avergonzarse de hablar
aquí de amor, pues la religión dice también,
"ama al prójimo como a ti mismo". Esto es fácil
exigirlo, pro difícil cumplirlo. La otra forma de vinculación
afectiva es la que se realiza por identificación. Cuando
establece importantes elementos comunes entre los hombres, despierta
tales sentimientos de comunidad, identificaciones. Sobre ellas se
funda en gran parte la estructura de la sociedad humana.
Usted se lamenta de los abusos de la autoridad, y eso me suministra
una segunda indicación para la lucha indirecta contra la
tendencia a la guerra. El hecho de que los hombres se dividan en
dirigentes y dirigidos es una expresión de su desigualdad
innata e irremediable. Los subordinados forman la inmensa mayoría,
necesitan una autoridad que adopte para ellos las decisiones, a
las cuales en general se someten incondicionalmente. Deberá
añadirse aquí que es preciso poner mayor empeño
en educar una capa superior de hombres dotados de pensamiento independiente,
inaccesibles a la intimidación, que breguen por la verdad
y a los cuales corresponda la dirección de las masas dependientes.
No es preciso demostrar que los abusos de los poderes del Estado
y la censura del pensamiento por la Iglesia, de ningún modo
pueden favorecer esta educación.
La situación ideal sería, naturalmente, la de una
comunidad de hombres que hubieran sometido su vida instintiva a
la dictadura de la razón.
Ninguna otra cosa podría llevar a una unidad tan completa
y resistente de los hombres que hubieran sometido su vida instintiva
a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa podría
llevar a una unidad tan completa y resistente de los hombres, aunque
se renunciaría a los lazos efectivos entre ellos. Pero con
toda probabilidad esto es una esperanza utópica. Los restantes
caminos para evitar indirectamente la guerra son por cierto más
accesibles, pero en cambio no prometen un resultado inmediato. Es
difícil pensar en molinos que muelen tan despacio que uno
se moriría de hambre antes de tener harina.
Como usted ve, no es mucho lo que se logra cuando, tratándose
de una tarea práctica y urgente, se acude al teórico
alejado del mundo. Será mejor que en cada caso particular
se trate de enfrentar el peligro con los recursos de que se disponga
en el momento; pero aún quisiera referirme a una cuestión
que usted no plantea en su escrito y que me interesa particularmente.
¿Por qué nos indignamos tanto contra la guerra, usted,
y yo, y tantos otros? ¿Por qué no la aceptamos como
una más entre las muchas dolorosas miserias de la vida? Parece
natural; biológicamente bien fundada, prácticamente
casi inevitable. No se indigne usted por mi pregunta, pues tratándose
de una investigación seguramente se puede adoptar la máscara
de una superioridad que en realidad no se posee. La respuesta será
que todo hombre tiene derecho a su propia vida; que la guerra destruye
vidas humanas llenas de esperanzas; coloca al individuo en situaciones
denigrantes; lo obliga a matar a otro, cosa que no quiere hacer;
destruye costoso valores materiales, productos del trabajo humano,
y mucho más. Además la guerra en su forma actual ya
no ofrece oportunidad para cumplir el antiguo ideal heroico, y una
guerra futura implicaría la eliminación de uno o quizá
de ambos enemigos, debido al perfeccionamiento de los medios de
destrucción. Todo eso es verdad, y parece tan innegable que
uno se asombra al observar que las guerras aún no han sido
condenadas por el consejo general de todos los hombres. Sin embargo,
es posible discutir algunos de estos puntos. Se podrá preguntar
si la comunidad no tiene también un derecho a la vida del
individuo; además, no se pueden condenar todas las clases
de guerras en igual medida; finalmente, mientras existan Estados
y naciones que estén dispuestos a la destrucción inescrupulosa
de otros, estos otros deberán estar preparados para la guerra.
Pero dejaré rápidamente estos temas, pues no es ésta
la discusión a la cual usted me ha invitado. Quiero dirigirme
a otra meta; creo que la causa principal por la que nos alzamos
contra la guerra es la de que no podemos hacer otra cosa. Somos
pacifistas porque por razones orgánicas debemos serlo. Entonces
nos resulta fácil fundar nuestra posición sobre argumentos
intelectuales.
Esto seguramente no es comprensible sin una explicación.
Yo creo lo siguiente; desde tiempos inmemoriales se desarrolla en la Humanidad
el proceso de la evolución cultural. (Yo sé que otros
prefieren denominarlo: "civilización". A este proceso
debemos lo mejor que hemos alcanzado, y también buena parte
de lo que ocasionan nuestros sufrimientos. Sus causas y sus orígenes
son inciertos; su solución, dudosa; algunos des sus rasgos,
fácilmente apreciables. Quizá lleve a la desaparición
de la especie humana, pues inhibe la función sexual en más
de un sentido, y ya hoy las razas incultas y las capas atrasadas
de la población se reproducen más rápidamente
que las de cultura elevada.
Quizá este proceso sea comparable a la domesticación
de ciertas especies animales. Sin duda trae consigo modificaciones
orgánicas, pero aún no podemos familiarizarnos con
la idea de que esa evolución cultural sea un proceso orgánico.
Las modificaciones psíquicas que acompañan la evolución
cultural son notables e inequívocas. Consisten en un progresivo
esplazamiento de los fines instintivos y en una creciente limitación
de las tendencias instintivas. Sensaciones que eran placenteras
para nuestros antepasados son indiferentes o aun desagradables para
nosotros; el hecho de que nuestras exigencias ideales éticas
y estéticas se hayan modificado tiene un fundamento orgánico.
Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen
ser los más importantes: el fortalecimiento del intelecto,
que comienza a dominar la vida instintiva, y la interiorización
de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias ventajosas
y peligrosas. Ahora bien: las actitudes psíquicas que nos
han sido impuestas por eso nos alzamos contra la guerra: simplemente,
no la soportamos más, y no se trata aquí de una aversión
intelectual y afectiva, sino que en nosotros, los pacifistas, se
agita una intolerancia constitucional, por así decirlo, una
idiosincrasia magnificada al máximo. Y parecería que
el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye
a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades.
¿Cuánto deberemos esperar hasta que también
los demás se tornen pacifistas? Es difícil decirlo,
pero quizá no sea una esperanza utópica la de que
la influencia de estos dos factores la actitud cultural y el fundado
temor a las consecuencias de la guerra futura pongan fin a laso
conflictos bélicos en el curso de un plazo limitado.
No es imposible adivinar a través de qué caminos o
rodeos se logrará este fin. Por ahora sólo podemos
decirnos: todo lo que impulse la evolución cultural obra
contra la guerra.
Lo saludo cordialmente y le ruego me perdone si mi exposición
lo ha defraudado.
Suyo
Sigmund Freud
Publicado en mujerpalabra.net en 2004