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Conoce a... - Recuerdos para el vacío de tu ausencia

Volver al índice de Recuerdos para el vacío de tu ausencia La Gorda

Laura Tasada

En memoria de mi hermana, Adriana E. Tasada, secuestrada por la patota de A. Feced el 4 de septiembre de 1977 en Va. Gdor. Gálvez. A mediados de octubre del mismo año, José Rubén Lo Fiego mostraba la foto de los cadáveres de ella y su marido, Hugo A. Megna, a los que estaban detenidos en Jefatura de Policía de Rosario, durante los interrogatorios.

La GordaLa visión que retiene la retina. El sonido que caracolea en la oreja; y aún así no se comprende lo que se ve y se oye.

¿Qué me están diciendo?

Las manos vuelan sobre las cosas como alguaciles, tan delicadamente que el tacto es solamente el presentimiento de lo que se tocaría, pero no se toca, de esa montaña de fotografías viejas, que tiene la edad exacta de mi memoria. Es difícil encontrar el primer recuerdo o, al menos, decidir cuál quiero recordar primero.El registro que tengo de su cara es el mismo, mientras que la mía ha envejecido, y no puedo menos que llorar sobre el tiempo no pasado por su cara, que me mira niña desde el sepia de las fotos en blanco y negro, con el bordecito recortado como encaje.

1962, dicen atrás.

La gorda era la típica hermana molesta que se la meten a una para los cumpleaños.

—Si no va tu hermana, vos no vas.

Y la gorda venía, y yo ya iba mufada de entrada, las dos con el vestidito igualito, con el estúpido lazo celeste, y la vincha, que hacía que su cara pareciera una torta, y que mis orejas sobresalieran como alerones. Eramos una versión del Gordo y el Flaco, pero con voladitos, y nuestras características físicas estaban exageradas por la falta de visión materna, que nunca nos dio un guardarropas personalizado.

—Te digo que se lo vas a prestar —sentenciaba mamá.

Y la gorda terminaba agenciada de las cosas que yo atesoraba, como ese huevo color caramelo, con un agujerito en la punta, para guardar lana, que me había regalado mi abuela, y que mi negativa a prestárselo fue la causa de una terrible paliza que recibí.

No es que la gorda hubiera querido que me pegasen, sino que estaba ahí, con todos los privilegios de hermana más chica, y que, para colmo, obedecía en comerse toda la comida, hasta la sopa espesa, maciza de fideos, con el masacote de queso rallado que no tenía caldo para flotar, y el café con leche con ojos de grasa coagulándose en la superficie.

Y qué bocina era.

No había nada de lo que mamá no se enterara.

Ahora bien, ojo con el que se metiera con la gorda, que no fuera yo, que una cosa es el hermanaje, y otra muy distinta los de afuera.

Por otra parte, la gorda me bancaba varias excentricidades, como la vez que nuestra perra mató a la canaria que tenía y se me ocurrió ir a enterrarla a Funes, en la casa de fin de semana de una compañera de colegio. Yo tendría once años, y ella ocho, y me la llevé conmigo, con la canaria en un ataúd hecho de una polvera transparente de mamá. Pero en la caa no había nadie, y no teníamos para el colectivo de vuelta; de modo que caminamos como un kilómetro por la ruta, ella hecha un mar de lágrimas y reproches, hasta que nos animamos a hacerle dedo a la "L". La canaria terminó con su ataúd dentro de una maceta del balcón, y yo perdí algo de credibilidad ante mi hermana.

La llegada de la adolescencia vino con una repartija de centímetros para la que no estuve preparada, haciendo que la gorda pudiera mirar por encima de mi cabeza, y que yo tuviera que recurrir a artimañas para seguir teniendo la supremacía de hermana mayor.

—Vos sabés, gorda, que si te toco te reviento —le decía yo, lejos de un convencimiento personal sobre el asunto.

Ella desmayaba ante la sola mención del nombre de Joan Manuel Serrat y yo de Los Beatles, y el combinado de la pieza de estar comenzó a ser nuestro nuevo objetivo de batalla. También le gustaban Camilo Sesto y otro español que se murió en un accidente, Nino Bravo. Yo hasta pensaba en inglés, y en esta época de deficiniones "in" o "out" la gorda era decididamente "out", los boliches a los que iba estaban "out", y la boina que usaba también. Mientras me hacía la "toca" prolijamente y elegía el lápiz negro para dejarme los ojos como de mapache, me preguntaba a quién había salido tan "mersa" esta hermana mía.

De pronto fueron los principios de los setenta, y el que no militaba quedaba descolgado de la historia. La gorda empezó a escuchar a Contracanto, Canto Libre y a la Negra Sosa, y yo seguía con Los Beatles.

La gorda se metió en la UES y se enamoró de Willy. Yo me fui a vivir con mi abuela, por algo que me era más urgente que la revolución, en términos inmediatos: no hubiera sobrevivido a la pedagogía de mi mami, totalmente basada en el dicho "la letra con sangre entra".

HugoEn ese poco tiempo que siguió, la gorda era un personaje amable que me visitaba en el exilio, con su uniforme de colegio. Se desenamoró de Willy, o Willy de ella, y se encontró con Hugo, que era un rubio flaquito como hueso y ojos color miel, que no fue mi hermano de antes, pero fue mi hermano de después y para siempre.Yo me casé sin tener siquiera dos tenedores iguales, con mis muñequeras de cuero y mis zuecos de quince centímetros de plataforma.

La gorda se casó con servilletas y manteles, con palo de amasar y máquina para cortar fideos y todo lo que vendiera el señor de la víbora en el cuello, ése que andaba por la calle San Martín: una Petrona C. de Gandulfo en la Juventud Universitaria Peronista.

—Yo a Laura la quiero mucho...pero es una lumpen —solía decir.

Cualquiera de las dos seguía siendo incomprensible para la otra.

¿Qué me están diciendo?

Los chicos se fueron a vivir sin decirnos dónde. Los culatazos en la puerta, de madrugada, comenzaron a ser parte de lo habitual. No supe de ellos, mi mami me dijo que se habían ido a Brasil, hasta que un día Hugo fue a mi trabajo y me dijo que había necesitado verme; y se me partió el corazón entre la emoción desgarradora de poder abrazarlo y el profundo temor de saber que seguían dentro de un país que se había vuelto siniestro.Por un accidente, en su empleo en una fábrica, había perdido un dedo anular.

—Parece la mano del pato Donald.

—Solamente me molesta cuando quiero atarme las zapatillas: le paso de largo al cordón.

El embarazo de la gorda seguía bien, pero no pude tocar su panza redonda sino que la siguiente vez que la vi, recuerdo su imagen, a contraluz, acercándoseme, con este pedacito de ella en brazos.

—Es una nena —me dijo.Y lloré, abrazada a las dos.

Nos encontrábamos en "la mandarina", ese monumento sin estatua cerca del frigorífico Swift. Ese día, Hugo y yo caminamos a lo largo de las vías del tren y nos sentamos en una valla hecha de rieles.

—Me hubiera gustado que tu papá fuera mi papá —me miró, desde la pequeña historia de sus veinte años sin padre cerca.

Me quedé en silencio.

El olor de la tierra y del pasto secos me cosquilleaban en la nariz, mientras el sol se volvía atardecer sobre nuestras cabezas. Fue la última vez.

¿Qué me están diciendo?

Me están diciendo que fueron cien efectivos de la policía provincial, que era un domingo soleado, que la gorda estaba con la bandeja de los ravioles en la casa de unos amigos, que "¡todos abajo!". Y le dijeron a la gorda que se parara, que la buscaban a ella, y Hugo se paró también, a su lado. Que la nena se podía recuperar, porque había entrado por el Juzgado de Menores.

El registro que tengo de su cara es el mismo. Me estremece pensar que, a lo mejor, si la encuentro, no podría reconocer sus dientes.1962 dicen atrás las fotos en blanco y negro, con el bordecito recortado como encaje. La calle Alem, en bajada desde San Juan a San Luis, y los piecitos de la gorda, y los míos, pateando flores de jacarandá.

Con todo mi amor a Adriana

a Hugo

a Willy Dawson

a Rodolfo Segarra

y a todos los demás

que hacían de mi casa un despelote

que nunca voy a dejar de añorar

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Publicado en mujerpalabra.net en septiembre del 2010