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Creadoras - Narraciones

Volver a Mi lado de la verja

Ir a webita de autora Guadalupe Eichelbaum

Relato publicado en el Boletín de la O.N.G Málaga Acoge vínculo externo (2002)

Estoy a un lado de la reja. Al otro lado del que estás tú. Del lado que no quiere nadie. Que no quiere nadie para estar en él. Que no quiere nadie ver, ni oír. De ese lado estoy yo. Mi piel es oscura. ¿Y qué? Ya está todo dicho. Da igual lo que yo diga. Da igual lo que yo haga. No puedo atravesar estos barrotes de metal que me separan, injustamente, del otro lado. Del tuyo. Daría mi vida por pasar a ese lado. Por eso no me importa arriesgarla atravesando desiertos, embarcándome en pateras o trepando, una y otra vez, verjas como esta. Porque tengo mujer y la quiero, como cualquiera que esté al otro lado puede querer a la suya. Y ella tiene hambre. Y tengo hijos. Y tienen  hambre. Se mueren de hambre. Y yo no tengo comida. Yo sé que para ti no significa nada si te digo que mis hijos tienen hambre. No son tus hijos, ni tus sobrinos, ni ese vecinillo tan gracioso de tu bloque. No los conoces. Para ti son como los niños de los anuncios de la tele de las ONGs que recaudan dinero para gente que sólo son números en tu corazón. Para mí no son datos. Son mis hijos. Lo son todo. Cuando mi pequeña Sohaila tiene hambre ni siquiera me lo dice. No hace falta. Quizás tienes tus propios hijos. Seguro que cuando tienen hambre no hace muchas horas desde que comieron y cuando yo te lo digo de mis niños, te los imaginas diciéndolo como lo harían los tuyos. Una voz quejosa, de cuando se ponen tontitos, que resulta molesta al oído, carente de importancia. ¡Cállate ya, que poca paciencia tienes! Toma un poco de pan mientras se hacen los filetes. Pero ese no es mi mundo. Tú no sabes lo que se siente cuando los ves débiles, cuando no se molestan en abrir la boca para pedir y sólo se lo notas en los ojos. No necesitan oír que no hay nada. Saben que, de haberlo, nuestros rostros lo hubieran reflejado, lo tendrían ya en las manos. No los has visto compartir un mendrugo con desesperación, con una ansiedad que, al principio, te impresiona. Ya no. Hubo un tiempo en que comían todos los días. Hace mucho. Antes de que comenzara la guerra. Pero tú necesitas el dinero, claro. No tienes tanto como muchas otras personas que conoces. Ellos son los que deberían hacer donativos. Ellos y los políticos, que toman siempre las decisiones erróneas. Tú no puedes hacer nada, que ya mismo es el cumpleaños de tu hijo mayor y quiere celebrarlo en el Mac Donalds. Y estás sin un duro después del dineral que te tuviste que gastar para Reyes. Y claro está, no le vas a dar tu dinero, con lo que te cuesta ganarlo, a una organización de esas, que sólo se dedican a robar, que si les llegara al tercer mundo ya se habría solucionado el problema del hambre. Ya he oído todo eso en muchas ocasiones. La última vez que conseguí llegar a tu lado de la reja. Duró poco, aprendí mucho. Cuando iba en el metro, entendía casi todas vuestras conversaciones. Habláis de películas, de fútbol, de comida, de dinero, de que no os llega a fin de mes. Abdul y yo nos reíamos. Por las noches, cuando se gastaba el gas de la bombona de butano que conseguimos en el rastro, de segunda mano, y nos consolábamos del frío y las ausencias con los cartones de vino tinto, nos reíamos tanto. Aunque, a veces, no sabía si sus lágrimas eran de las provocadas por la  risa o de las de verdad. A veces, ni siquiera sé de qué eran las mías. Notaba en el, prácticamente imperceptible, gesto de las narices de la gente amable, que no olía bien. En el resto de la gente el gesto era imposible de no percibir. También escuchaba a muchas madres que, al pasar por mi lado, apretando la manita de su hijo pequeño, y el paso, cuchicheaban acerca de mi olor a vino. Y yo aprendí lo que era el rencor cuando se convierte en una sensación que te abruma, te desborda, se va adueñando de ti y te cuesta recordar quien eras y cómo te veían las personas que te querían. Cómo te acariciaba tu madre, cómo la mirada que recibías de tus hermanos era, en ocasiones, de admiración, otras, de enfado, pero siempre con un cariño latente que no consigues llevar a tu memoria. Es difícil acordarse de cuando tu mujer te miraba con amor y con deseo. Del inmenso amor que te tienen tus hijos, allí donde están, sobreviviendo gracias a tu sufrimiento. Nunca sabré si me valía la pena conseguir traer todo eso a mi memoria cuando el odio amenazaba con llenar mi corazón, vaciándolo de todo lo demás, porque, entonces, el dolor saltaba su barrera y me abatía de una forma tan bestial que apenas si podía levantarme al día siguiente. Apenas si podía encontrarle un sentido a la vida. Y aún así, estoy aquí, de nuevo, he vuelto a llegar a esta verja, a la frontera entre un mundo y otro, entre uno y otro dolor. No se si tendré fuerzas. Cada vez tengo menos esperanza. "La esperanza es lo último que se pierde." Eso me decía aquella mujer de la parroquia que me consiguió latas de comida por Navidad. Y allá se iba luego ella, mentalizada para olvidarse pronto de mi triste situación, que si se deprimía no iba a seguir ayudando a nadie, y de qué me iba a servir a mí que ella se apenara. Luego me la crucé por la calle. Lamentó cruzarse conmigo llevando bolsas llenas de juguetes nuevos, envueltos en papel con el membrete del comercio donde los había adquirido, mientras yo llevaba mis latas de piña, de maíz y de guisantes como todo posible obsequio para mi prole. Y no me importaba. Bueno, había conseguido que no me importara casi todo el rato, excepto cuando cometí el error de detenerme ante un escaparate lleno de castillos que se armaban con un gran número de piezas que mis dos mayores hubieran valorado como un milagro. A mi lado se detuvieron dos niños de la edad de mis hijos más o menos, entre siete y nueve años. Los miré intentando imaginarme a los míos. Se rompió el encanto cuando empezaron a enumerar todo lo que iban a pedirse: una video consola, una geim boi y yo que se más. Aquellos fabulosos castillos les parecían una baratija. Intenté valorar lo que tenía. Comida para mí y algo de dinero para mandar a mi gente. Ya era bastante. Cuando me encontré a la amable señora de la parroquia y me miró azorada, volví a sentir que la diferencia se me clavaba en el cerebro como una flecha venenosa que va expandiéndose por la sangre. Me hubiera gustado poder contárselo a mi mujer, pero no era fácil, yo he aprendido a escribir sólo en español, ella no sabe leer, la que mejor lee es mi Noa, la mayor, pero no en castellano. Da igual, no lo entendería. Es imposible explicar cómo es esto. Es otro mundo, otro Universo. Cuando regresé a mi hogar no fue voluntariamente, y mis posibles explicaciones ya no tenían mucha importancia. Yo tenía un hijo menos, nadie me lo había podido contar. Y el cielo se puso negro. Y el odio me infectó de nuevo. No podía evitarlo: una y otra vez resonaban en mis oídos un sinfín de frases que me atravesaban: "No le des dinero, a saber en qué se lo gasta. Tú haz lo que tú quieras, pero… ¿No ves como huele a vino?", "Yo no entiendo para qué vienen si no tienen papeles, que se queden en su país hasta que hagan los trámites esos, si es que…", "¡Ay, hijo, si yo no tengo dinero, tengo que ir a comprar y cada día está todo más caro". Y todos los niños yendo al médico, con las medicinas que necesitaban, no como mi Yaifa, que se había muerto preguntando cuando volvía su papá. Y ahora tengo que volver a atravesar esta repugnante frontera donde se supone que tengo que agradecer cada porquería que me dan mientras todo el mundo, o casi todo, tiene tanto y no lo sabe. Tengo que intentar mantener el equilibrio como pueda entre el odio, el dolor, el temor a no volver a ver al resto de mis pequeños. Otra vez a escuchar y escuchar, a suplicar trabajos, sólo. Y sigo aquí, esperaré a que sea más de noche. No se cómo voy a hacerlo esta vez. "La esperanza es lo último que se pierde." O no. Y a ti que te importa mi historia, bastante tienes con tus problemas. Yo seguiré con los míos, como pueda. Y si me pregunto: ¿Por qué? Mi respuesta es: porque nací en este lado de la reja. ¿Y tú? ¿Te has preguntado alguna vez porqué siempre has tenido un plato de comida en la mesa a la hora de comer? ¿Por qué siempre que has estado enfermo has ido al médico y te han comprado las medicinas? Tienes razón. Para qué te vas a hacer tantas preguntas. Seguro que tienes otras cosas en que pensar. No te vas a comer el coco. Seguro que tú no puedes hacer nada para arreglarlo. ¿Sabes qué es lo más triste de todo? Que, si te soy sincero, seguramente, si yo hubiera nacido en tu lado de la reja, tampoco me preguntaría nada. Cuando pienso en eso siento alivio. Son los únicos momentos en que siento gratitud por las personas que me echan una mano en este mundo, que no es el mío porque no me dejan. Ahora ya me he desahogado, como decía Abdul: "Escribe, hermano, sácalo todo. Verás como te sientes mejor". No lo se, amigo. ¿Dónde estarás? Ojalá vuelvas a cruzarte en mi camino. No se me ocurre nadie mejor para reír con el vino barato. Tengo miedo. Ya no se me ocurre nada más y se hace tarde.

Nota de 2022: con permiso de Guadalupe, desde aquí os animamos a sumar vuestra firma a la campaña #RegularizacionYA que se cerrará en septiembre 2022

Por favor, firmitas!

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Publicado en mujerpalabra.net en julio 2022