Creadoras - Narraciones
Cuando Madrid se volvió Jamaica
Liliana Costa Staksrud
Versión imprimible Creadoras: Cuando Madrid se volvió ... (3 págs.)
Sucedió en la época en que Madrid se volvió como Jamaica: aguaceros, bochorno en el ambiente, humedad que mata, y una vegetación inédita asomando farruca entre junturas de balcones y cornisas.
Atravesaba una mala racha, estaba sola y con cara de pocos amigos. Hasta que un día descubrí, con el sobresalto correspondiente, que vivía acompañada de una lagartija verde y pequeña, curiosa como todas las de su especie pero con una alegría muy suya. Deduje que se trataba de un cuadrúpedo joven y decidí llamarlo Rita.
Aunque no eran buenos tiempos para la lírica, la presencia de Rita comenzó a significar mucho en mi vida. Al abrir la puerta la encontraba suspendida en el techo o se aparecía de sopetón en sitios que antes estaban sin ella. Encontrarla me producía siempre un escalofrío y, a medida que mi ánimo mejoraba por obra y gracia de su compañía, pensé que esos estremecimientos eran parecidos a los del amor. Para calmarla por mis apariciones, y sosegarme a mí por las de ella, me anunciaba ni bien entraba en casa:
—¡Hola, Rita!, ya llegué.
Y ella me contestaba huyendo pero sin exagerar.
La convivencia que Rita había decidido establecer conmigo empezó a gustarme: era una relación delicada, atenta por ambas partes, y silenciosa. Rita era la mejor compañera para salir del bajón. Con la mejoría, el animal se fue haciendo prácticamente invisible en mis paredes y pasó a visitar las casas ajenas: el piso de Doña Juana, una gran dama de la calle del Espíritu Santo; el pasillo de entrada al piso de una actriz venida a menos y al de su vecina: una camarera rubia que en su día soportó estalactitas y estalagmitas de moho en su armario. Las inquilinas nos reuníamos en los recodos de la escalera para intercambiar opiniones sobre la degradación del edificio y la avaricia del casero. Doña Juana, sonriendo, me dijo un día: "¿Has visto, hija?, tenemos una lagartija inspeccionando las ruinas". Intuí que, cuando le diera la gana, Rita volvería a casa para comer lo que fuera que la alimentaba y dejé de inquietarme por sus ausencias. Era un reptil libre y emprendedor. La reina de las lagartas.
Madrid estaba cada vez más tropical y esta ciudad no está hecha para las grandes aguas. Se notaba en los revoques que, impacientes, se desprendían de paredes y fachadas; en los edificios que empezaron a derrumbarse o quizás a suicidarse, también ellos deprimidos por la lluvia; en las goteras cada vez más grandes, oscuras y hoscas; en los musgos, en los hongos y en los líquenes que proliferaron en el aire de la Villa y Corte.
La gotera de mi casa era una veterana a la que conocía de recién nacida. Delante de mis ojos creció a lo largo de tres años, hasta dominar una esquina preferente de la sala-consultorio-comedor y darle a mi vivienda un aspecto de chabola, de abandono, de tristeza irreparable. Su hueco dejaba ver los entresijos del cielorraso: por la noche, con el silencio de la calle, bajaban desde allí vahos que se abatían sobre nosotras dormidas, impregnándonos con su aliento intestino.
La presencia de Rita, sus andares vericuetos, y su valiente y secreta vida, desatascaron finalmente lo que tenía atravesado entre el pecho y la espalda y fui capaz de respirar y reconocer que mi casa olía a muerto. Inicié una cruzada para sahumar el hogar, malgasté las propinas en ambientadores, inciensos, aceites y esencias pero no sirvió de nada: mi casa seguía oliendo a empalada. Entonces recurrí a mis primeras lecciones de la escuela: Ema amasa la masa. La masa se amasa sola. Comprendí y puse manos a la obra.
Pero antes de referirme a la reparación de la gotera debo hablar del casero. De él se decía que no comía huevos por no tirar la cáscara. La gente antigua del barrio comentaba que era dueño de varias fincas cochambrosas de Malasaña y que, a principios de mes, envuelto en su abrigo oscuro hiciera frío o calor, fatigaba las calles hasta conseguir cobrar la renta en todas sus propiedades.
—¿Cuándo me va a arreglar la gotera? —lo encaraba siempre.
—Cuando llegue la primavera, cuando llegue la primavera —me respondía, también siempre.
—Hace tres años que me dice lo mismo, Sixto. —Y ante mi reclamo me miraba como despintándose.
Natural de Toledo, en él no perduraba la alcurnia sefardí. Había emigrado a Francia en tiempos de la miseria española y ahora se vengaba de ese pasado subdividiendo los pisos que nos alquilaba a los inmigrantes de nuevo cuño. De aquella época esclava le venía el hambre de dinero y un gesto servil en el cuerpo. Verlo me encorajinaba, escucharlo me atacaba los nervios. Se retiraba corrido por mi aspecto, haciendo saluditos mientras reculaba hasta la escalera. Sinuoso y torpe quería ser simpático pero era una lágrima.
Uno de mis arranques temperamentales le costó la vida a Rita. Fue cuando Madrid parecía Jamaica y la gotera seguía creciendo y los clientes miraban el habitat en el que los atendía, desconfiando de mi fiabilidad como pedicura. Fue también cuando desperté y contraté a un albañil para que arreglara el techo. Barato. Y bien, además. El casero se quedó de piedra cuando le presenté la factura, discutimos a gritos y exigió que retirara inmediatamente la escayola, que dejara a la vista la gotera, que quitara del techo la pintura blanca; qué sé yo lo que me pidió: estaba furioso y loco. Yo también: quería pulverizarlo, molestarlo, rugirle: ¡me paga el arreglo o lo descuento del alquiler! Gocé poniéndolo enfermo. Lo eché casi a empujones y cerré dando un portazo. La última imagen que tuve de él fueron sus morros, levantados y mostrándome los dientes apretados por la rabia.
A tientas preparé un té para tranquilizarme, me temblaban las piernas y el corazón galopaba. Escuché ruidos en el pasillo y pasos en la escalera pero lo dejé correr. En verano, Madrid anochece en rojo. Encendí la luz y para dejar de pensar me puse a barrer. Fui hasta la puerta, la abrí, y la vi. Rita estaba panza arriba, entregada e interrumpida: el casero la había matado de un pisotón. No podía entender qué significaba: ¿él sabía que esa lagartija era mi mascota y la había asesinado?, ¿era una amenaza o vio un bicho y se lo cargó por puro instinto criminal? Sentía dolor y culpa y no podía decidirme a alzarla y enterrarla. ¿Dónde cavaría su tumba para recordarla siempre? ¿Junto a la planta de hierbabuena? ¿Entre la planta carnívora que me regalaron los tatuados del bajo y el cactus de la bella Otero? ¿Cerca del alhelí brotado que me traje de Buenos Aires? Decía en voz baja cosas tiernas para animarme a mirar otra vez su cadáver, volví a buscarla y había desaparecido: el casero había borrado la prueba del delito.
—Como los torturadores argentinos.
—¿Qué dice?
—Ocultan los cuerpos, señora.
Me pregunté si había hecho bien en ir a la comisaría de la calle de la Luna a poner la denuncia. La ocurrencia que acababa de tener el joven policía que me tomaba declaración era sospechosa. Finalmente, ¿de qué estábamos hablando? Todo parecía un cuento.
Ahora vivo con un gato y nos llevamos bastante bien. Eso no significa que haya olvidado: es bueno dejar por escrito la memoria de los hombres miserables.
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Publicado en mujerpalabra.net en la primavera del 2015