Conoce a...
A la busca de un lugar para cambiar el mundo: Magrit Teeder y Pepe Vera
Luz González Rubio
Caminábamos por las dunas, un paraje de Holanda, a pocos kilómetros de Amsterdam. El autobús nos había dejado en una especie de resort donde las familias llegaban para pasar un día de campo. Dejamos a un lado las concurridas instalaciones y avanzamos hacia la zona menos transitada, aquellos campos de caminos bien trazados, rodeados de matorrales y luego extensiones de tierra arenisca, con pequeñas ondulaciones, desde cuya altura se podía ver el mar.
Mi amiga, con más de ochenta años ya entonces, no parecía necesitar descanso alguno, pero yo insistí en parar. Nos sentamos a mirar el horizonte.
—¿No te recuerda La Mancha?
La verdad es que no, en absoluto. La luz era muy distinta, y el color de la tierra, y el olor. Olía a mar. Aunque no se viera el mar, nos llegaba la brisa. No, no me recordaba a mi tierra, pero no quería defraudar a Margaret. Me había llevado allí para enseñarme un paisaje que amaba y que le hizo amar el de los pueblos manchegos que había visitado mientras buscaba su lugar, un refugio utópico donde vivir los últimos años que le quedaran de vida.
Había llegado a Albacete con otras personas que, como ella, buscaban un tipo de vida alternativo. Algunos eran aliados del Arca, una comunidad pacifista creada por el escritor italiano Lanza del Vasto y su mujer, Chantarelle, en el sur de Francia. Su objetivo era cultivar la tierra, trabajar con las manos y vivir en contacto con la naturaleza. Un modo de vida en contra de la sociedad de consumo.
Seguían las enseñanzas de Tolstoi y de Gandhi. No en valde, el fundador del Arca había sido discípulo de este último en la India donde le había puesto el nombre de Santidas, seguidor de la verdad. La comunidad del Arca ya estaba formada en el país vecino, pero si se quería cambiar el mundo habría que crear muchos Arcas más, multiplicar estas comunidades hasta formar una masa crítica capaz de cambiar el mundo y transformar las espadas en arados. Y a Margaret y a sus amigos se les ocurrió que las tierras manchegas, donde el terreno era más barato que en otras zonas, lejos de la industrialización y de las ciudades, en pueblos casi despoblados, se podría construir aquella utopía. Puede que tampoco fuera ajeno el hecho de ser la tierra de don Quijote.
Y lo intentaron. Crearon cooperativas en pueblos de Albacete, Elche de la Sierra, Latur, y no sé dónde más. También llegaron a la provincia de Cuenca, a Villaescusa de Haro, donde yo nací.
Otro discípulo de Lanza del Vasto, Pepe Vera, llegó a este pequeño pueblo y empezó a enseñar cerámica a los jóvenes desempleados con vistas a formar una cooperativa. Compró una casa, trasladó a su familia y construyó un horno. Pero los gastos eran mayores que los ingresos y no pudo permitirse dejar su trabajo de químico en la antigua Junta de Energía Nuclear. Continuó haciendo jardineras durante un tiempo y luego se marchó dejando el proyecto inacabado.
Después de haber conocido a Pepe, muchos años después, conocí a Margaret. Los dos habían formado parte del Arca y los dos seguían buscando cambiar el mundo por otros derroteros y en otros lares. Tenían en común haber estado allí, en La Mancha, cada uno en una época distinta, buscando lo mismo y chocando con los mismos molinos transformados en gigantes.
-Idénticas llanuras, suaves colinas que allí llamáis cerros… Me gusta esta amplitud de horizontes.
Podía ser. El horizonte sí era parecido: sin montañas, ni siquiera árboles que impidieran la vista, pero sin el mar.
Seguimos caminando y lo encontramos, un mar gris y un horizonte sin nubes.
Nos sentamos en la playa. Margaret se quitó la mochila, que siempre lleva a la espalda cuando sale de casa, y la depositó en la arena.
Era otoño, un otoño plácido que permitía ir sin abrigo pero no bañarse en las heladas aguas del océano.
Por fin descansamos. Me tumbé en la arena y cerré los ojos. Habían sido varias horas de caminata y mi compañera de viaje no parecía acusar cansancio alguno.
—Estoy acostumbrada a andar –es su disculpa al verme tan derrotada.
No tengo ganas de moverme para buscar una cafetería que debe de haber por algún sitio. Lo que más me apetece es tomar algo caliente, un café, un té…
Margaret saca un termo de su bolsa, dos tazas, y lo sirve. Es el mejor café con leche que he tomado nunca. Comemos unos sandwiches que lleva en su mochila, frutos secos, dulces caseros… Todo muy sano, natural y ecológico, preparado por ella. Lo de ir en contra de la sociedad de consumo va en serio. Se lo aplica en cada momento de su vida. Prepara sus comidas, compra productos naturales directamente de los agricultores (cuando no puede cultivarlos ella), cose su ropa, recicla todo lo que encuentra…
—¿Siempre fuiste así, Margaret?
—¡Qué va! Fue después del accidente. Has visto que tengo la columna desviada. Me caí rodando una escalera cuando era joven y estuve sin poder moverme mucho tiempo. Me diagnosticaron que no me dejaría la silla de ruedas. Ya ves que no la necesito. Busqué terapias alternativas y me llevaron a cambiar el modo de vida. Un cambio absoluto.
Se curó y rejuveneció. Conocerla me alarga la vida a mí también. Si a los ochenta y tantos lleva una vida tan saludable, de viajes, paseos, intereses y activismo... ¡cuántos más me quedan a mí! ¡Y con calidad de vida!
Saca de la bolsa una pequeña botella de vino. Es vino ecológico de La Mancha, denominación de origen.
—¿Por qué te viniste de España?
—Largo de contar. Por la economía. También por las personas que conocí. No creas que no valoro mi país. Aquí tengo una pensión que me permite vivir holgadamente, una casa del ayuntamiento, transporte gratis… Ya ves, muchas ventajas.
—Pero sigues echando de menos aquello.
—Sí. A veces. Soy realista. Se aprende de las esperanzas rotas. Fracasé en formar una comunidad como el Arca. Visité muchos pueblos. Desde Albacete me iba en autobús a cualquier destino que viera en el mapa. Yo no buscaba rutas turísticas ni ciudades o pueblos grandes. Me iba a la estación de autobuses y preguntaba por el pueblo más pequeño. Llevaba mis acuarelas, mi bloc de dibujo, y dibujaba lo que veía. Te lo voy a enseñar. La gente me veía pintar y le gustaba ver sus casas y sus calles en el papel. Un alcalde me invitó a quedarme en su pueblo todo el verano para que lo pintara. Me dejaron vivir gratis en una casa. No había pensión en el pueblo. Y lo pinté. Me pasé varios meses pintando. Pero estaba muy sola. La gente tenía sus familias y no querían oír hablar de comunidad. La gente que podría estar interesada les parecía un pueblo demasiado pequeño y muy alejado. Nadie quiso quedarse conmigo allí. Y me fui. Seguí viajando y buscando.
¿Sabes qué problema había? Que no tenía coche y, pueblo al que iba, tenía, necesariamente, que pasar la noche en él. Eso sí que es un atraso. Como ves en Holanda, en Bélgica, en Alemania, y en cualquier país de Europa, hay transporte público de un pueblo a otro. Y no como en España, que apenas hay trenes. Los autobuses salen por la mañana de las ciudades y no vuelven hasta la tarde. Están pensados para que la gente de los pueblos vaya a pasar el día a la ciudad pero no para que los de la ciudad vayan a los pueblos. Así tampoco van a tener turistas. Son criterios comerciales, nada más. Para que la gente vaya a comprar a la ciudad. O a los médicos. Mis necesidades eran otras. Yo quería conocer los últimos rincones de la geografía. A algunos sitios iba en bicicleta, pero aunque fuera La Mancha hay cuestas, más cuestas que en Holanda…
—¿Por eso te viniste a Holanda?
—La comunidad fracasó. Hace falta mucha generosidad para vivir en comunidad. Sigo con el activismo, sigo queriendo cambiar el mundo en grupo, pero cada uno en su casa. Y desde mi país. Valoro mucho las prestaciones sociales que hay en Holanda. Una pena que no pudiera realizar mi sueño en La Mancha. Era difícil. No teníamos ayudas. Todo eran pegas.
Hoy sigue habiendo intentos utópicos de vivir al margen, y en contra, de la sociedad de consumo. A lo largo de todo el territorio de Castilla La Mancha surgen ecoaldeas; grupos de cohousing; cooperativas de consumo (de energías alternativas, de cultivos ecológicos, etc); plataformas contra las nucleares y contra la construcción del ATC en Villar de Cañas (Cuenca), a menos de catorce kilómetros de donde Pepe Vera soñó formar su comunidad del Arca. Algunos son todavía proyectos y otros han conseguido realizarse. Me siento orgullosa de haber conocido aquella utopía, pionera de estas otras, y también, siento frustración por no haber hecho más para que se hiciera posible. Entonces era muy joven. Quería conocer mundo, pero lo más innovador, las mayores alternativas sociales, los modos de vida más modernos, los tenía justo al lado, en el mismo pueblo donde nací, Villaescusa de Haro (Cuenca), y en esos pueblos de Albacete donde vivían Margaret y sus amigos, los pacifistas, que vieron hace ya muchos años la necesidad del crecimiento cero, de las energías renovables, de reciclar y respetar la Tierra.
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Publicado en mujerpalabra.net en agosto del 2017