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Volver a Autora Mireya Robles

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La ciudad flotante

De pronto, la oscuridad de la noche, la luz mortecina de la estación de trenes, sí, algún tren me espera para llevarme a la ciudad que un día conocí, viví, la ciudad de casas de madera, de tabloncillos blancos; el guardagujas con un farol en la mano, balanceando en péndulo la luz de carburo, sube al andén y mueve la cabeza con gorra de visera para negarme, no, aquí no entra, éste no es su tren; insisto, el movimiento de la visera se reafirma, no, éste no es su tren, y la abertura de la noche se endurece como una puerta cerrada; tengo que retirarme, la mochila al hombro, camino hacia el muelle tan mortecinamente alumbrado; allí me espera la lancha, ya el motor en marcha, el que maneja la lancha hala la soga, acerca la lancha, me hace la seZal que comprendo, salto al borde, y ya sentada, voy cortando, con este perfil solitario, el salitre húmedo de la noche; la búsqueda, siempre la búsqueda, y estos desvíos de caminos tan desconcertantemente ajenos a mí; esta sequedad de tierra borrada de caminos, si todo era tan fácil en el siglo XVII cuando fui mujer, escondida en el misterio de notas de laúdes, sufriendo de amores imposibles, que se confundían en mis largas faldas de ricas telas en aquella mansión, en el castillo, y todo era tan fácil, sufrir así, entre suspiros, entre notas de laúd, entre aquellas vestiduras de ricas telas y el balcón interior donde nos sentábamos tan elegantemente reservados, sentirme la agitación del pecho distribuyéndose entre los senos abultados, y el paZuelo que apretaba en la mano derecha para calmar la desesperación de la distancia, ese hombre en el salón contiguo, que me amaba, que no me amaba, que es imposible nuestro amor, que podría ser imposible, pero qué fácil era todo esto entre notas que gotean solitariamente delicadas, la elegancia reservada y el sahumerio, el aroma de incienso de capilla; ahora la frustración se hace agresividad, pulverizar el mundo a golpes de karate con el filo de la mano derecha, porque se hace intolerable el desencaje, porque se hace intolerable la marcha forzada de la búsqueda, y tú, Chachi, que compartes mi vida en este siglo XX en el que podemos recorrer sin torturas los rincones de Westchester, me adviertes, si eres negativa, atraerás lo negativo; en el momento en que nos encaminamos a la mansión de Lyndhurst a tomar una extraña bebida caliente, una infusión de frutas y especias, y a oír las voces del coro que se acompaña de flauta y laúd, me adviertes, que esta agresividad es mi parte fea, y está bien que así lo digas porque esta contaminación violenta se hace insoportable, y está bien que aquella otra mujer que compartió mi cama también recuerde estos momentos, lo brutal de mí, y los recuerde fielmente, tan insistentemente, hasta extenderlos a todos mis rincones, y los recordarás tú, mujer de ahora, cuando ya no compartas mi cama, y esta incomunicación violenta seguirá siendo mía, el punto de encuentro de mis átomos regados por los ruidos de las concreteras, por las oficinas, por la burocracia manipulada por los negros, por la burocracia manipulada por los blancos, por el golpe del reloj que persistentemente me lanza a una tarea inútil, y no hay a quién gritarle, y no hay con quién quejarse, y todos los núcleos de protesta se van reventando, y la incomunicación violenta pegada a mí, acompañándome, reintegrándome, fortaleciéndome en la seguridad de que ninguna mujer sabrá arrancármela a dentelladas; y ahora, cuando soy casi hombre, casi nada, con la mochila al hombro, el ruido del motor, el salitre húmedo pegándoseme en el perfil solitario, avanzo presintiendo la hendidura de la estela, en las aguas que ceden a la presión de la proa, y no sé si podré reconocer el pueblo porque no fue mía la decisión de visitarlo, porque ha pasado tanto tiempo de paso imponderable, y respiro hondo el aire de salitre para no quejarme de la incertidumbre; la marcha del motor va espaciando sus ruidos, orientándose hacia la lentitud, una suave sacudida, el balanceo de la lancha contra el muelle, el amarre de las sogas, el pie en la madera oscurecida, casi blanda, y el pueblo, el pueblo aparece ahí, flotando en el medio de la oscuridad, cada casa blanca balanceándose en el mar picado de la noche y ya me adentro en esta casa de salones pobremente alumbrados, y en un salón, la mesa de billar, y los milicianos mirándome con cara de sospecha, mirándose entre sí para comunicarse algo que nunca me dirán a mí, y por primera vez, me atemoriza esta soledad tan llena de testigos, y sigo sin preguntas, a un miliciano que me conduce hasta la entrada de un puente colgante, de madera, que me lleva a la casa contigua, y después de señalármela, se desaparece el miliciano, y siento el agua hasta los tobillos; llego a los escalones de madera, a la casa de madera, voy adentrándome en el patio que me había presentido todo sembrado de santo domingos, y esta señora gruesa, que se me presenta, se queda de pie, secándose las manos mojadas en el delantal, mirándome como si reconociera en mí a la persona que viene a cumplir una tarea que ignoro, a llenar un destino que desconozco, sin comprender mi asombro, sin que se le ocurra explicarme por qué en el patio no hay jardín, sólo tablas, tablas que se hunden con mi peso para que el agua entre a mojarme los tobillos.

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Publicado en mujerpalabra.net en junio del 2007