Creadoras - Silvia Ethel Matus Avelar
Marinita, la niña poseída
Viajaron a Guatemala, una ciudad enorme, donde mamá y papá coincidieron en acudir para librarla del maleficio. El chamán le escupía algo como alcohol en la cara, los brazos y el cuerpo y, con una rama de ruda, la azotaba suavemente para dejarla limpia. La niña estaba poseída.
Todo comenzó cuando la abuela Leocadia enfermó gravemente y su dolencia la hizo postrarse por meses en la cama. Para que las visitas estuvieran cómodas, el catre de la abuela lo trasladaron del cuarto al centro del pasillo interno de la casa rural. La cama estaba al pie de un mueble donde estaban colocados San Judas, San Antonio, La virgen María y el niño Jesús, San Alejo, Santa Lucía, San Cristóbal, Santa Agatha, San Malaquías, Jesús en el huerto, todos acompañados de velas, todos invocados por sus poderes para curar los ojos, para preservar al caminante, para el buen amor, para conseguir los imposibles, en fin, para alcanzar lo que los humanos con sus medios limitados no podían conseguir.
Un día por la mañana, todos los santos habían desaparecido del mueble y aparecido en el suelo y todas las velas que les acompañaban estaban apagadas. Los ocupantes de la casa se extrañaron ante tan grave suceso, especularon si ese hecho significaba un daño o algo contra la salud y la vida de Leocadia, la enferma. Colocaron de nuevo los santos en sus lugares en el mueble y encendieron las correspondientes velas. Al día siguiente por la mañana, otra vez todos los santos estaban en el suelo y las velas habían sido apagadas. Los familiares de Leocadia se pusieron en estado de alerta, dijeron que a quien fuera que cometiera ese sacrilegio, ya fuera vivo o muerto, debían sorprenderlo con las manos en la masa. Y esa noche no durmieron velando cada movimiento que se produjera en aquel caserón.
Esa madrugada, Marinita se levantó de la cama envuelta en su camisón blanco, caminó unos pasos, abrió la puerta de su cuarto, caminó sobre el pasillo hasta llegar a la cama de la abuela Leocadia, se plantó frente a ella y le tocó los pies. La vieja no se movió. Luego, se acercó al mueble que contenía el santoral y bajó uno a uno los santos, apagó las velas y volvió a su cuarto, seguida por Micaela, su prima, que atisbaba cada uno de sus pasos. Marinita con sus diez años hacía todo esto dormida.
Al día siguiente, Micaela informó a todos en la mesa del comedor que Marinita era quien bajaba los santos de sus lugares, los colocaba en el suelo y apagaba las velas. El revuelo fue grandísimo, solo un poseído podía hacer semejante irreverencia o querer causarle daño a Leocadia con esto. Por esas razones, a la niña la encerraron en su cuarto. Cerraron las ventanas de su cuarto con tablones de madera, la pusieron en el centro de un círculo y rezaron el rosario. Llamaron al cura de la parroquia para que le practicara un exorcismo, pero él se excusó pensando que tales cosas eran de viejas histéricas. Así, Marinita pasó varios meses acosada y hostilizada por su familia, apenas le daban de comer y, encerrada, se preguntaba qué había hecho para merecer semejante castigo.
Un día Leopoldo, padre de Marinita, le comentó a Fulgencia, su mujer, que había oído hablar de que en Guatemala expulsaban demonios, curaban la lepra, la epilepsia, los sofocos y el mal de amores. Así que, como quería mucho a su hija, pensó que un curandero acabaría con la posesión y se pusieron en marcha a la distante ciudad.
La limpia terminó, el chamán cobró 200 quetzales que Leopoldo no regateó. A la salida del mercado, compraron canillitas, caramelos hechos de leche y azúcar y se los dieron a Marinita. La niña los comió con muchas ganas y pensó que había terminado su calvario y así fue como la pesadilla terminó.
Del libro Marinita, la niña poseída, y otros cuentos (Eskatafandra Libros, 2022), reproducido aquí permiso de la autora
Foto de michelle renyé (explicación en IG michellesworkshops )
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Webita creada en marzo 2023. Actualizada en octubre