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Pensamiento - Sobre sexualidad, afectos y cultura

Volver al índice de Sobre sexualidad, afectos y cultura - Pensamiento en Mujer Palabra Hombres sin cuerpo (Penes en llagas y máquinas de carne)

Ir al índice de Ruben Campero Ruben Campero

En la lengua española la expresión "El Hombre" ha sido utilizada como sinónimo de "La Humanidad". Menudo trabajo han tenido los varones, al soportar sobre sus hombros el duro peso de representar a todo el género humano.

Puede que "Hombre" sea una palabra que admite varios significados, en cuyo caso ¿cuando un hombre es un varón (alguien real, concreto, con cuerpo) y cuando una entidad abstracta, des-corporizada, representativa de la especie?

Con "El Hombre" ¿asistimos a un mero juego de significados? o ¿tiene un efecto concreto en la forma en que pensamos y se piensan los varones? Es más, ¿cómo se concibe el cuerpo de una varón particular, cuando "Hombre" resulta ser la expresión abstracta del ser humano?

A su imagen y semejanza

Cuando usamos el plural en masculino por ejemplo "todos ellos" (aunque en ese "todos" también se incluyan mujeres) no solo estamos utilizando una "inocente" regla del lenguaje, sino que también colaboramos en seguir entronando lo masculino como lo general, lo original, lo propio de las personas.

Al parecer "ser Hombre" no empieza ni termina en una cuestión biológica, sino que más bien se asemeja a un ideal, a una abstracción, modelo primario de lo que un ser humano es más allá de los sexos.

Si tomamos el mito de origen judeo cristiano vemos que Adán carece de un origen carnal, él no es parido por ningún cuerpo. Su creación es producto del polvo y del deseo original de un dios padre masculino sin cuerpo. Adán por tanto representa el modelo base de la humanidad, es sujeto por deseo y reconocimiento divino, embajador carnal de la divinidad. Eva en cambio es secundaria, subproducto de un original ya creado, expresión de un deseo no primario de ese dios. Eva es objeto, particular, parida, creada en carne a través de otra carne (la original).

Tanto si analizamos la violencia de género o las formas en que hombres heterosexuales dirigen su mirada a las mujeres como objeto erótico, constataremos que la mujer es definida culturalmente por su sexo y su cuerpo. Ellas son vistas aún como meros cuerpos-carne que circulan en el mercado masculino, moneda de intercambio o símbolo del estatus para un hombre. Esposas, prostitutas, violaciones masivas, cuerpos moldeados por cirugías, etc. son algunos ejemplos.

Ser mujer para el imaginario patriarcal es ser cuerpo sin subjetividad definida, materia asociada a la naturaleza que debe ser dominada por la razón (masculina). El hombre en cambio es lo abstracto, lo racional, lo propiamente humano, sujeto por definición con poder para mirar y nunca ser lo mirado, para dar nombre a todos los seres de la tierra (incluidas las mujeres).

Pero si el hombre representa el modelo general de la humanidad y no un sexo particular, si ocupa el lugar de sujeto racional con poder para dominar a sus objetos ¿en qué lugar queda su cuerpo, su materialidad concreta? ¿Cómo un hombre puede pensarse como un ser particular, con un cuerpo particular, con fortalezas y debilidades, como cualquier cuerpo? ¿Cuáles son los costos corporales de haber sido creado "a imagen y semejanza" de la divinidad incorpórea?

Máquinas de carne

Por ser "El Hombre" el varón se ha quedado sin cuerpo. Ha sido privado de un cuerpo sentido, habitado, gozado… humanizado.

Siendo parte de una cultura que separa la "simple" materia del mundo "elevado" de las ideas, el poder asignado al varón lo ha condenado a despreciar su propia carne. Obligado a representar la espiritualidad, la superioridad intelectual, ha debido alejarse de las "densas" vivencias corporales.

Advertido por los ideales de masculinidad hegemónica, debe apartarse y diferenciarse de cualquier característica considerada femenina, o aplicada a las mujeres, también por estar estas asociadas a la naturaleza, a lo material, a lo corporal.

Es así que los Hombres varones aprendieron a olvidar su cuerpo, "cargando" con él, como vestigio vergonzoso de su materialidad, de aquello que peligrosamente los asemeja a las mujeres. Y así supieron templarlo, uniformarlo, transformarlo en un cuerpo estándar de soldado, máquina entrenada para la guerra que permite negar el miedo al dolor y la muerte en nombre de ideales "elevados" como el honor o la nación.

Una máquina de carne que permitió que el sistema de producción fabricara al obrero, ese hombre recio que vivencia su cuerpo como mera herramienta, que solo lo cuida en función del rendimiento laboral que le brinda, constituyéndose en un engranaje más de la maquinaria.

Con un cuerpo olvidado, no habitado, los Hombres varones también han tenido que negar sus emociones (terreno considerado femenino), solidificando el llanto, anestesiando y acorazando su piel. Una piel que solo podrá ser estimulada a través de la violencia física sobre un cuerpo duro, áspero y sin miedo.

Piel loca de masculinidad que por haber olvidado la caricia, necesita del golpe para ser sentida, aunque de una manera instantánea y seca, que evite reactivar cualquier recuerdo de aquel cuerpo sensible que tuvo que ser abandonado para ser un Hombre. Al parecer el hierro de la armadura del caballero, se ha (con) fundido con la carne.

Máquina también de producción de placer en otros, como reflejo de su grandiosidad erótica. En efecto, cuando en la pornografía dura se muestra a un hombre penetrando a otra persona, él permanece siempre en control, sin grandes expresiones de goce. Quien gime y se retuerce es la persona penetrada, expresando con sus gestos los efectos maravillosos que ese pene provoca. Por su parte el Hombre penetrador es presentado como un cuerpo máquina que no siente, que solo "hace su trabajo", limitándose a producir placer en quienes toman contacto con su cetro fálico.

Pene en llagas y armadura fálica

Al observar la imaginería erótica de nuestra cultura, vemos que el pene ocupa un sitial de privilegio, un lugar destacado entre los otros órganos considerados sexuales. Al pene se le atribuyen infinidad de nombres, proezas sexuales y comentarios jocosos. Pero también se depositan sobre él exigencias de tamaño y rendimiento sexual, tanto en erección como en los efectos que debe provocar en los cuerpos que penetra.

Si bien el pene es una parte más del cuerpo, los ideales "elevados" de masculinidad lo obligan a abandonar y negar su materialidad carnal. Él debe representar algo más que un simple órgano, debe ser símbolo, estampa de poder. Dios incorpóreo que permite ser tocado en su grandiosidad, por aquellos cuerpos que no poseen uno igual o no lo usan como "se debería".

Este pene de carne mortal, abandonado por ideales de trascendencia masculina, se infesta de llagas melancólicas por su prohibida humanidad cutánea. Y se recubre de una fría (arma) dura fálica, confundiéndose con ella. Ya no será más un pene (flácido, blando, terrenal)… ahora es Falo. Alegoría y emblema del "Hombre", sujeto de la creación, divinidad encarnada.

El Hombre varón por tanto no tiene pene, ha sido condenado a portar el Falo. Entre las piernas ya no hay un órgano, sino un símbolo de poder que deambula intentando comprobar su majestuosidad, en las aguas espejadas de las miradas de otros.

Atrapado en la ilusión de la armadura fálica, el Hombre carga con un aparato protésico, con una máquina pública que se alimenta de estatus. Ha perdido contacto para siempre con su pene como órgano. Ese órgano que le permitiría sentir la piel, descansar del peso de tener que probar su supuesto poder, y gozar de la libertad de ser uno más entre los órganos.

En este cuerpo de Hombre, tan ajeno a la posibilidad de sentir, campo de batalla de luchas de poder, el Falo (como todo rey) siempre verá amenazada la conservación de su trono, incluso en el propio cuerpo.

El ano, órgano desterrado del cuerpo masculino por valores misóginos y homofóbicos, se convierte entonces en la zona fantasma y oscura del pene amurallado, que amenaza con derribar la falsa piel metálica del falo.

Al tener ano el hombre queda igualado a las mujeres, siendo uno más de la especie. Comprueba horrorizado que también posee un cuerpo, que es un cuerpo, y no un modelo general e ideal de la humanidad, construido a imagen y semejanza del dios-falo.

Por el culo el hombre también puede ser penetrado (como las mujeres), gozar con un órgano que es solo un órgano y reconocerse como cuerpo, como carne no divina, que admite la existencia de otros penes o dildos que le puedan brindar placer.

Pero la armadura no permite que el pene sea "uno más", ya que solo puede ser Falo. No admite compartir privilegios con otros órganos, porque tener el poder exclusivo es lo que lo sostiene como falo.

Como sabe que su poder es una ilusión, él lo debe llenar todo, lo debe ser todo, debe ser dios.

Hacia cuerpos más diversos

Si bien todas estas vivencias y construcciones simbólicas de los cuerpos de Hombre, pueden variar en función de la clase social, el momento histórico, la raza, la edad, la ubicación geográfica, etc., aún se percibe un núcleo duro de lo considerado culturalmente como masculinidad hegemónica, que provoca todo un folklore homofóbico y misógino como expresión de las angustias masculinas por sostener los trofeos fálicos, y que impacta sobre como los hombres construyen sus cuerpos.

Es por eso que las mujeres siguen siendo consideradas meros cuerpos (como las personas negras, pobres, trans). Es por eso que los hombres que se vinculan sexualmente con otros hombres, aún siguen teniendo dificultades para aceptar con libertad el uso de su ano como órgano sexual, por considerarlo "menos" masculino.

Los varones han templado sus cuerpos a la luz de la ideología del hombre blanco, heterosexual, judeo-cristiano, de clase media alta, urbano y capitalista. Pero, junto a las mujeres y a otros "parias", aquellos que vienen rechazando los supuestos privilegios de la armadura fálica, poco a poco van construyendo un cuerpo más habitado, sentido, diverso, humano. Despreciando a ese dios perverso que les enseñó a odiar su carne.

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Publicado en mujerpalabra.net en abril 2011