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Desde el espacio umbral entre culturas
Carol A. Hand
Traducción de michelle renyé para mujerpalabra.net. Original en inglés
Mi primer recuerdo de pequeña es diáfano, y eso que los expertos en desarrollo del cerebro humano dicen que no es posible. Eran mis primeras navidades. Bebita de febrero, nacida en la cúspide de Acuario a Piscis, tendida en mi cuna, miraba el sol de invierno filtrarse por la ventana. Mi madre y mi padre, una frente al otro, discutían. Todo el dolor y las inseguridades que les habían conducido a aquella pelea eran algo que yo comprendía con claridad. Sin embargo, lo que más me asombraba eran la fortaleza y la belleza que veía en ellos. Luchaba inútilmente con mi cuerpo, que no podía dar voz a lo que yo veía. Lo único que conseguí hacer fue llorar.
No recuerdo haber elegido nacer de un padre y una madre de diferentes culturas, ambos profundamente heridos por sus experiencias de vida. Y aunque algunas religiones creen en la reencarnación, no me gusta especular sobre las cosas que no puedo conocer directamente. Sólo sé que para mi madre yo fui "la estrella más brillante" de su vida y al mismo tiempo un recordatorio constante de la vergüenza que acarreaba tener ascendencia ojibwe.
Sí recuerdo, sin embargo, el día en que decidí qué cultura definiría mi sentido de identidad. Pero antes de contar esta historia, tengo que retroceder un tiempo. Mi padre se crió en el seno de una familia angloamericana, tosca y cruel. Como hombre de escasa estatura que se embarcó con los marines fue a menudo objeto de bromas crueles y otras agresiones. Aprendió a ser el primero en golpear, con palabras mordaces, con puños, y cualquier arma que pudiera tener a mano. Mi madre era un blanco fácil. Programada en un internado católico a creer que su ascendencia ojibwe la hacía inferior a las personas blancas, aceptaba la violencia física y emocional sin cuestionarla. Nadie nunca la echó una mano. A la familia de mi padre el tema no le interesaba en ningún sentido, y la familia de mi madre estaba demasiado lejos geográficamente. Los sacerdotes y consejeros la decían que tenía la obligación de apoyar a su marido. Y así lo hizo, hasta un día cuando yo tenía cuatro años y mi hermano uno. Decidió marcharse, llevándose poco más que a mi hermano y a mí. Recuerdo los trenes que íbamos cogiendo de un estado a otro, mientras corríamos nuevas aventuras cruzando a toda prisa el país, alojándonos en pisos y caravanas. Texas, Nuevo México y finalmente, Wisconsin. Cuando mi padre nos encontraba, mi madre volvía a escapar. La parada final fue la casa de mi abuela, en la reserva ojibwe Lac du Flambeau , donde nació y se crió mi madre.
Recuerdo el día con claridad, aunque sólo tenía cuatro años y medio. Estábamos de pie delante de la casa de mi abuela cuando llegó mi padre. Le dijo a mi madre que nos iba a llevar a mi hermano y a mí de vuelta a Nueva Jersey; que si quería vernos más, tendría que irse con él. Mi madre lloraba, con mi hermano en brazos, mientras mi padre volvía hacia el coche, furioso. Yo corrí tras él, para agarrarle. Se dio la vuelta y me miró. Mientras le daba patadas en las piernas, con todas mis fuerzas, le decía a gritos, "¡Te odio por hacerle daño a mi madre! ¡No voy a dejarte hacerla más daño!" Aquel día elegí ser ojibwe, pues conscientemente elegí convertirme en la cabeza de turco de la familia. Ciertamente, conseguí proteger a mi madre, aunque ella rara vez pudo protegerme a mí, y ahora entiendo por qué no pudo. También protegí a mi hermano lo mejor que pude hasta que me marché a estudiar a la universidad. Aprendí a soportar insultos y golpes usando estrategias que me han proporcionado fortalezas únicas, o graves debilidades, según contexto.
Mi ascendencia es tanto ojibwe como la de quienes descendieron de inmigrantes europeos, por lo que el hecho de que eligiera mi identidad cultural no tiene mucha relación con cómo me perciben otras personas. Como me crié entre dos culturas, nunca sentí que perteneciera de verdad a ninguna. No había nadie en la familia, ni donde estudiaba que pudiera enseñarme a caminar entre los dos mundos. Pronto aprendí que el espacio umbral entre culturas es a menudo un lugar de soledad si se vive en él.
Rupert Ross (1992) observó, "Cuando intentas hacer de puente entre dos culturas tienes que saber que van a caminar sobre ti personas de ambos lados" (Dancing with a Ghost: Exploring Indian Realities , p. xx). En mi experiencia, esto es cierto, aunque no lo más difícil. Como estaba en medio, tuve que aprender a escuchar y observar a las otras personas, intensamente, para intentar entender quiénes eran y qué era lo que consideraban importante. No es sorprendente que esto a menudo significara que pudiera crear canales de conexión entre realidades diferentes. Como aprendí a oponerme al abuso, lo que más me interesaba era poder trabajar con gente cuyas experiencias fueran de alguna manera parecidas a las mías. Mientras observaba y escuchaba a personas de muchas culturas diferentes, fui dándome cuenta de los temas más amplios, estructurales, que subyacían a la opresión compartida. Sin embargo, ser una observadora con capacidad de ver el contexto más amplio constituye un espacio de distancia que te impide sencillamente estar allí con la gente. (Quizá por eso siempre he encontrado El profeta de Kahlil Gibran tan atrayente.)
Durante años intenté evitar vivir en este espacio umbral. Empecé la universidad, cambiando varias veces de asignaturas antes de dejarlo. Había estudiado química y biología y francés y filosofía, y tenía suficientes créditos como para haberme graduado, si hubiera podido decidir en qué. Así que decidí viajar. Conseguí trabajos que no requerían habilidades complejas, como ayudante de enfermera, teleoperadora, glaseadora de donuts, costurera, recepcionista que no sabía escribir a máquina pero tenía don de gentes, camarera en restaurantes elegantes y también en bares grasientos.
Y encontré una razón para volver a elegir vivir en el espacio umbral entre culturas: encontré un trabajo como pinche, y después auxiliar, en un centro terrorífico para personas con discapacidades físicas y cognitivas, la Escuela Pública de Belchertown para Retrasados Mentales. En mis primeras semanas allí pude ver a uno de los auxiliares más antiguos, un hombre grande y agresivo, tratando a mi ayudante, Donald, con violencia abierta. A Donald, que entonces tenía 21 años, le llamaba BoBo, un mote que sonaba insultante [en inglés se dice en español], por lo que yo no lo usaba. Donald había nacido con el síndrome de Down. Sus padres, avergonzados y presionados por los médicos para que enviaran a su hijo a un centro al poco de nacer, rara vez venían a verle. La vida en aquella clínica era la única vida que había conocido. No fue nunca al colegio, no le ponían a trabajar con nadie, y había aprendido que sólo le prestaban atención si cogía una rabieta. Un día, las gafas le habían dejado las orejas en carne viva. La enfermera le había ignorado, así que cuando pasé, agarró el carrito que yo empujaba, y se puso a gritar y a dar golpes en el suelo. Llevé corriendo los zumos a la gente a mano, con la idea de ayudar a Donald cuando ya no quedara nada que se pudiera derramar. Pero cuando volvía, vi a un auxiliar enfurecido alzarle del suelo, empujarle contra el muro, retorcerle el brazo detrás de la espalda y llevárselo por el pasillo para darle un empujón a un cuarto oscuro, donde le tuvieron encerrado varias horas, mientras gritaba y daba puñetazos hasta hacerse sangre.
No pude dormir aquella noche pensando qué hacer. Sabía que me traería sufrimiento informar del incidente, pero también sabía que no podía no decir nada. Al fin y al cabo, la cuestión era que el auxiliar había incumplido con las reglas que había aceptado seguir, no con mis ideas de justicia sobre cómo habría que tratar a personas residentes. Ni que decir tiene que las cosas se complicaron y que eso duró bastante tiempo. Me castigaron ascendiéndome al puesto de auxiliar en la sala de movilización de pacientes pesados. (Yo entonces creo que pesaba unos 45 kilos.) Quería mucho a las y los residentes, y era interesante ver lo rápido que personas que habían sido clasificadas como "necesitada de asistencia total" o "profundamente retrasada" aprendían a colocarse para ser levantadas cuando me tocaba a mí ayudarlas. No obstante, me sentía impotente porque no podía cambiar las condiciones de opresión que sufrían en todos esos momentos de sus vidas.
Así que llegó el día en que decidí que ya era hora de hacer algo, por poco que fuera, por intentar cambiar los sistemas de opresión que día tras días seguían hiriendo a tantas personas, generación tras generación, sólo porque se les había clasificado como diferentes y desechables.
Décadas después, siento gratitud por haber tomado la decisión de asumir la responsabilidad de hacer lo que estuviera en mi mano no sólo para combatir la injusticia, sino, lo más importante, por explorar formas de vida desde un compromiso con una praxis liberadora que combinara teoría y acción. Volví a la universidad y decidí centrarme en entender las teorías de las organizaciones y políticas del bienestar social de las culturales dominantes, para someterlas a un análisis crítico desde un enfoque ojibwe. En mi carrera profesional como gestora de políticas y programas, administradora, educadora e investigadora, exploré formas de trabajar conscientemente a favor de la liberación de las personas en lugar de lo clásico, imponer enfoques que enseñan a obedecer y a depender.
En esta última fase de mi vida, siento una urgencia por utilizar el tiempo que me queda de la forma más constructiva posible, incluso aunque esto signifique seguir habitando el espacio umbral entre culturas. He empezado a escribir un libro sobre el sistema de bienestar para las niñas y los niños desde una perspectiva ojibwe crítica etnográficamente, enfoque que explora no sólo lo que es, sino también lo que fue y lo que podría ser. A medida que vuelvo sobre las historias que reuní sobre la infancia de personas ojibwe de todas las edades, muchas veces me encuentro deseando poder culpar simplemente a los opresores coloniales por todas las atrocidades a las que han sometido a los pueblos indígenas durante siglos. Sin embargo, como mencionaron Bourdieu, Fannon, Foucault, Freire, Gramsci y tantos otros, la cuestión no es así de simple. Lo hegemónico sigue ahí también debido a nuestras decisiones cotidianas de tomar el camino más fácil, porque estamos muy ocupadas y ocupados y no tenemos tiempo de cuidar el mundo que nos rodea, porque permanecemos en silencio ante las injusticias que vemos, porque en ocasiones nos beneficiamos de los sistemas de opresión consiguiendo unas migas del pan, o porque recurrimos al poder del estado policial para resolver disputas que podríamos resolver por nuestros propios medios. Responsabilizar de todos los males del mundo a la élite que se impone nos roba nuestra libertad, nuestra capacidad de ser nuestra propia persona. Sería como si yo culpara a mis padres de mis errores, errores que cometí a veces porque no sabía qué hacer, otras por pereza o porque sólo quería dedicarme a mi autodestrucción...
No podemos cambiar la historia (esa historia "blanqueada" de nuestros libros de texto). Pero sí podemos cambiar el futuro. Y según lo veo yo, sólo podemos hacerlo desde el espacio umbral que encontramos entre las nacionalidades, las clases, las culturas, los géneros, las edades, las capacidades — desde todos esos constructos de distinciones que existen en nuestras sociedades y que nos dividen. Espero que suficientes personas podamos recordar esa capacidad infantil de ver la belleza en otras personas, esa belleza que las propias personas no se ven.
Información de la foto: Jnana Hand y Reese Baker, fotografiados por Phil Dowling, 1974)
Para terminar me gustaría decir chi miigwetch, Jeff . Gracias por alentar al diálogo y proporcionar un lugar donde se acogen perspectivas diversas.
Citas de este artículo en el blog Llegó la era: Escuchando a las mujeres
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Publicado en mujerpalabra.net en marzo 2014