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Buscando los jardines de nuestras madres
Alice Walker (1974)
Traducción comentada, de la serie Traducciones Libres. Para uso personal de artistas y activistas, de michelle (verano 2010)
Versión en inglés publicada en la primavera del 2002 en Ms. Magazine: In Search of Our Mothers' Gardens: The Creativity of Black Women in the South (1974), by Alice Walker, (pp. 231-243, Phoenix/Orion Books, 2005)
Introducción de la traductora
En este artículo Alice Walker hace un homenaje a las creadoras negras, quienes, por sus circunstancias de vida, no pudieron desarrollarse como artistas, ni siquiera saber que lo eran, y/o quienes, sabiéndolo o sin saberlo, fueron desarrollando su creatividad en los espacios cotidianos aprovechando toda oportunidad –porque la creatividad hay que sacarla afuera, y sale, de hecho, en muchas de las cosas que se hacen.
Esta prosa es también una especie de respuesta a Virginia Woolf, o más bien, superado un primer momento de constatación sobre que la explicación de Woolf no le sirviera a las esclavas negras,* esta prosa puede servir para combinarse con la de Woolf en A Room of One’s Own (Una habitación propia) para ir comprendiendo más profundamente este tema tan complejo que es el impacto del patriarcado en las mujeres.
He traducido casi todo, omitiendo y/o resumiendo lo que no me interesa: el inicio sobre el poeta sensible a la prostituta (porque me entristece y desespera), y un tema que presenta: el desarrollo de la idea de que la base del arte es la espiritualidad, y la atribución de una profunda espiritualidad a las mujeres artistas.**
Aclarado este punto, el poético análisis de Alice Walker me sirve para buscar maneras de entender los crímenes contra las mujeres, en este caso, contra las creadoras, por eso recomiendo esta pieza y con esta traducción espero que pueda serle de interés a alguien más.
Texto: Buscando los jardines de nuestras madres, de Alice Walker (1974)
El artículo empieza con una cita del poeta Jean Toomer ("Avey"), en la que le está hablando a una prostituta que se ha quedado dormida escuchándole. Él le habla a ella de quién es ella [nota: Otro tema doloroso y delicado: el del hombre mejor conocedor y retratista de la "fémina" que la mujer misma de su propia persona. Cuántas veces su visión no habrá estado totalmente marcada por no comprender en absoluto a quien se está usando para hacer "arte", y/o por no ocurrírsele siquiera que quizá si le pregunta, si habla con ella, aprenda algo más sobre ella], pues Toomer, en su viaje por el sur de Estados Unidos en los años veinte "descubrió algo extraño: a mujeres negras cuya espiritualidad era tan intensa, tan profunda, tan inconsciente, que ellas mismas eran inconscientes de toda la riqueza que contenían" (pp. 231-2), y (¿le?) escribe un poema para darle esperanza.
El poema le sirve de arranque a Alice Walker para plantear algunas reflexiones sobre las mujeres negras del sur de Estados Unidos en los años veinte: esas "santas," "locas", "mujeres que dan pena", "la mula del mundo".
Hicieron que sus mentes abandonaran sus cuerpos y sus espíritus, para alejarse, flotando como frágiles remolinos sin rumbo definido, de la dura tierra sangre. Y cuando esos frágiles remolinos se posaban, en partículas que se iban dispersando por el suelo, nadie las lloraba. (…) Nuestras madres y abuelas, algunas moviéndose al son de música que aún no había sido escrita. (p. 232)
Para Toomer, yacían ahí, con la mirada vacía y estéril de los campos de otoño donde no se anuncia nunca una cosecha: las vio entrar sin alegría en matrimonios sin amor; entrar sin resistirse en la prostitución; aceptar parir hijos sin poder sentirse madres.
Pues estas abuelas y madres nuestras no eran santas, sino artistas; llevadas a una locura sorda y sangrante porque no se las permitía dejar brotar las fuentes de creatividad que llevaban dentro. Eran creadoras, condenadas a vivir en un vertedero de espiritualidad —tan rica era su espiritualidad, base de todo arte— porque el esfuerzo de tener que soportar el no poder usar ese talento no buscado las hacía perder la cordura. Deshacerse de esta espiritualidad era su conmovedora forma de aligerar el peso de sus almas para que sus cuerpos gastados por el trabajo y objeto de violaciones pudiera soportar aquella carga.
¿Qué significado tenía para una mujer negra ser artista en los tiempos de nuestras abuelas? ¿Y de nuestras bisabuelas? Esta cuestión tiene una respuesta lo bastante cruel como para dejar helada a cualquier persona.
¿Tuviste una trisabuela genia, muerta a latigazos a manos de un capataz blanco, ignorante y depravado? ¿O forzada a hacer galletas para un vago, en algún lugar perdido, cuando lo que ella necesita desesperadamente era pintar acuarelas de las puestas de sol o de la lluvia cayendo sobre los pastos verdes y callados? ¿O forzada a destrozarse físicamente pariendo hijas e hijos, ocho, 10, 15, 20 (que le quitarían casi siempre para venderlos o llevárselos lejos), cuando lo que a ella le daba la vida era pensar en esculpir heroicas figuras de rebelión, en piedra o barro?
¿Cómo se pudo mantener viva la creatividad de las mujeres negras, año tras año y siglo tras siglo, cuando la mayor parte del tiempo que lleva la población negra en América [Estados Unidos] ha sido un crimen que una persona negra leyera o escribiera? ¿Cuando la libertad de pintar, de esculpir, de expandir la mente con acción no existía...? Considerad, si lo podéis soportar, lo que podría haber pasado si se hubieran prohibido las canciones por ley también. Escuchad las voces de Bessie Smith, Billie Holiday, Nina Simone, Roberta Flack, y Aretha Franklin, entre otras, e imaginad que se las hubieran sofocado de por vida. Quizá entonces empecéis a comprender las vidas de esas madres y abuelas nuestras, las "locas", las "santas". La agonía de las vidas de mujeres que podrían haber sido poetas, novelistas, pensadoras, escritoras de historias cortas, todo a lo largo de siglos, que murieron con esos talentos estrangulados en su interior. (p. 233-234)
Pero éste no es el final de la historia (…)
Hay un ejemplo, quizá el más conmovedor, el peor comprendido, que podría dar una idea del trabajo de nuestras madres: Phillis Wheatley, una esclava en el siglo XVIII.
Virginia Woolf, en su libro A Room of One’s Own, escribió que para que una mujer escriba ficción necesita, claramente, dos cosas: una habitación propia (con llave y cerradura) y dinero para poder mantenerse.
¿Cómo comprender entonces el caso de Phillis Wheatley, una esclava, que ni siquiera era dueña de sí misma? Esta chica negra, frágil, que necesita a veces una sirviente ella misma (por la precariedad de su salud), si hubiera sido blanca, habría sido fácilmente considerada superior intelectualmente a todas las mujeres y a la mayor parte de los hombres en la sociedad de su época.
Virgina Woolf continúa escribiendo, sin duda sin referirse a nuestra Phillis, que "cualquier mujer con algún gran talento nacida en el siglo XVI (insertemos "XVIII", "mujer negra", "nacida esclava o esclavizada después"), sin lugar a dudas se habría vuelto loca, se habría pegado un tiro o habría terminado sus días en alguna cabaña perdida, considerada medio bruja, medio hechicera (insertemos "santa"), objeto de burlas, temida por todos y todas. Pues no requiere mucha agudeza o psicología saber a ciencia cierta que una muchacha con talento que hubiera intentado escribir poesía se habría visto tan acosada y atrapada por instintos contrapuestos (añadamos "cadenas, pistolas, el látigo, el que tu cuerpo pertenezca a otra persona, subordinación a una religión que no es la tuya"), que con toda seguridad habría perdido la salud y la cordura."
Las palabras clave, si las relacionamos con Phillis, son "instintos contrapuestos". Pues cuando leemos la poesía de Phillis Wheatley —como cuando leemos las novelas de Nella Larsen o esa autobiografía que suena tan extrañamente falsa de la escritora negra más libre de todas, Zora Hurston— las pruebas de esos "instintos contrapuestos" se encuentran en todos los sitios. Sus lealtades estaban completamente divididas, como lo estaba, sin duda alguna, su mente. ¿Y cómo iba a ser de otro modo? Capturada a los siete años, esclava de unos blancos ricos y aburridos, que la inculcaron que el África de donde la habían "rescatado" era un lugar de "salvajes", (…) una se pregunta si pudo siquiera retener el recuerdo de su tierra natal tal y como la conoció, o tal y como era en realidad.
Con todo, como intentó usar su don para la poesía en un mundo que la había hecho esclava, estaba "tan acosada y atrapada por (…) instintos contrapuestos, que (…) perdió la salud." En los últimos años de su breve vida, soportando la pesada carga no sólo de la necesidad de expresar su talento, sino también de una "libertad" sin un céntimo, sin nadie en quien confiar, y teniendo que alimentar a varios niñ@s, lo que implicaba trabajar hasta la extenuación, perdió la salud, ciertamente. Phillis Wheatly murió padeciendo malnutrición y abandono, y quién sabe qué sufrimientos mentales.
Tan destrozada por "instintos contrapuestos" estaba Phillis —mujer negra, secuestrada, hecha esclava— que su descripción de "la diosa" (como llamaba ella la Libertad que no tenía) es —irónicamente— cruelmente humorística. De hecho, es lo que ha tenido a Phillis en el puesto de lo ridículo durante más de un siglo: se leía como ejemplo, antes de colgar su recuerdo en la rama de las locas. [Nota: ésta es una de las cosas que más rechazo me produce de las personas dogmáticas de la izquierda: juzgando de acuerdo a listas de lo que se debe o no hacer, ser o aparentar, pierden toda sensibilidad, toda capacidad de imaginar y analizar la realidad.] Phillis escribió:
La diosa llega, se mueve con una belleza divina,
Aceituna y laurel recogen sus cabellos de oro.
Allí donde esta nativa de los cielos brilla,
Brotan innumerables encantos y tiernas gracias. [Cursiva mía]
Es evidente que Phillis, la esclava, peinaba a "la diosa" por las mañanas; antes, quizá, de ir a por la leche, o de preparar la comida de su señora. Tomó las imágenes de lo que veía elevado respecto a lo demás.
Aprovechándonos de la distancia en el tiempo, nos preguntamos: ¡¿cómo pudo?!
Pero al fin, Phillis, lo entendemos. Ya no habrá más risas ridiculizantes cuando nos enfrentemos a tus versos rígidos, en lucha, ambivalentes. Ya sabemos que no eras ni idiota ni una traidora; tan sólo una niña negra y enferma, arrancada de su hogar y de su país, convertida en esclava; una mujer que continuó intentando luchar por cantar su canción, pues tenías ese talento, aunque en un territorio de bárbaros que te alababan por tu voz desorientada. No es tanto lo que cantaste como que mantuviste con vida, en tantas de nuestras ancestras, la noción de canción.
A las mujeres negras se nos llama "la mula del mundo" pues nos han pasado las cargas que el resto del mundo —del mundo entero— no quiere llevar. También se nos ha llamado "matriarcas", "supermujeres", y "perras malas y diabólicas", por no mencionar "castradoras" y "Mama Zafiro". Cuando hemos suplicado un poco de comprensión, han distorsionado nuestro carácter; cuando hemos pedido un poco en consideración, nos han respondido con vacías palabras de ánimo y después nos han abandonado en el rincón más polvoriento. Cuando hemos pedido amor, nos han llenado de hijos. En pocas palabras, nos han embutido por la garganta incluso nuestros talentos más sencillos, nuestros trabajos de fidelidad y de amor. Incluso hoy en día, ser artista y negra rebaja nuestro estatus en muchos aspectos en lugar de elevarlo, y con todo, seguimos siendo artistas.
Así pues, tenemos la obligación de sacar de nosotras mismas, sin miedo, la creatividad viva que algunas de nuestras bisabuelas no tuvieron oportunidad de saber que contenían; y tenemos que mirarla de frente, identificarla como parte de nuestras vidas. Señalo "algunas" porque es bien conocido que la mayoría de nuestras bisabuelas conocían, incluso sin "saberlo", su realidad espiritual, aunque sólo la identificaran cuando cantaban en misa; sabemos, además, que nunca tuvieron intención de abandonarla.
La cuestión de cómo lo hicieron —esos millones de mujeres negras que no eran Phillis Wheatley, o Lucy Terry o Frances Harper o Zora Hurston o Nella Larsen o Bessie Smith; o Elizabeth Catlett, o Katherine Dunham— me conduce al título de este ensayo, "Buscando los jardines de nuestras madres", una narración personal aunque compartida por todas nosotras por su tema y significado. He descubierto, al pensar en el mundo inmenso de la creadora negra, que la respuesta más verdadera a una pregunta que importa mucho a menudo se encuentra muy cerca.
A finales de los años veinte, mi madre se fugó de su casa para casarse con mi padre. Casarse (que no huir de casa) era lo que se esperaba de las chicas de 17 años. Para cuando cumplió los 20, tenía ya dos hijos y estaba embarazada del tercero. Cinco niños después, nací yo. Y así fue cómo llegué a conocer a mi madre: parecía una mujer grande, suave, con la mirada llena de amor, que rara vez perdía la paciencia en casa. Sólo notábamos su carácter fuerte un par de veces al año, cuando discutía con el casero, blanco, que se metía en el lío de decirle que no hacía falta que enviara a sus hijos a la escuela.
Mi madre hacía la ropa que llevábamos, hasta los monos de trabajo de mis hermanos. Hacía todas las toallas y sábanas que usábamos. Se pasaba el verano enlatando verduras y frutas, y las tardes del invierno, haciendo colchas para todas las camas.
Durante la jornada "de trabajo", trabajaba junto a mi padre en el campo (nunca detrás de él). Su día empezaba al salir el sol, y no terminaba hasta bien entrada la noche. Nunca tenía un momento para sentarse y ensimismarse en sus cosas. No había ningún momento del día en que pudiera no ser molestada —por el trabajo o por los ruidosos requerimientos de sus muchas hijas e hijos. Y sin embargo, gracias a mi madre (y a todas nuestras madres que nunca fueron famosas) fui en busca del secreto de lo que ha alimentado ese espíritu creativo, sofocado y las más de las veces mutilado, y con todo, vibrante, que la mujer negra ha heredado, y que, hasta la fecha, surge en sitios salvajes e improbables.
Y os preguntaréis: ¿cuándo pudo sacar tiempo tu madre, con tanto trabajo, para averiguar nada sobre el espíritu creativo, o poder alimentarlo?
La respuesta es tan sencilla que muchas de nosotras nos hemos pasado años buscándola. Mirábamos hacia arriba, cuando deberíamos haber mirado hacia arriba y también hacia abajo.
Por ejemplo: en el Smithsonian de Washington DC, hay una colcha colgada que no es como ninguna otra en el mundo. Con figuras fantásticas, inspiradas, y al tiempo sencillas e identificables, retrata la historia de la Crucifixión. Se la considera única, por lo que no se la puede poner precio. Aunque no sigue ningún patrón en lo que respecta al mundo de las colchas hechas a mano, y aunque está hecha con trocitos de telas sin valor, la colcha es, sin duda, obra de una persona con una poderosa imaginación y una profunda espiritualidad. Bajo esta colcha, un cartel dice que fue hecha por "una mujer negra, anónima, en Alabama, hace 100 años".
Si pudiéramos localizar a esta mujer negra "anónima" de Alabama, seguro que sería una de nuestras abuelas: una artista que dejó su estela en los únicos materiales que se pudo permitir, y usando el único medio que su posición en la sociedad le permitió usar.
Como Virginia Woolf escribe más adelante, en A Room of One’s Own: "Sin embargo, una genialidad como ésta debe haberse dado también entre las mujeres, y en la clase trabajadora. [Cámbiese por "esclavas y esclavos" y "esposas e hijas de los agricultores arrendados."] De vez en cuando brilla una Emily Brontë o un Robert Burns [cambiemos esto por "una Zora Hurston o un Richard Wright"], probando que existieron. Pero esto no llegó al papel. No obstante, cuando leemos que una bruja que fue sumergida [nota: método de tortura en pozos], que había una mujer poseída por los demonios [o la "santidad"], de una mujer sabia que vendía yerbas [nuestras doctoras de las raíces], o incluso de un hombre notable que tenía una madre, entonces, yo pienso que estamos ante una pista de una novelista perdida, de una poeta eliminada, de una Jane Austen muda y anónima. (…) Me atrevería a decir sin dudarlo que "Anón.", quien escribió tantos poemas sin firmarlos, fue a menudo una mujer. (…)"
Y así es cómo nuestras madres y abuelas, en casi todos los casos de manera anónima, han ido pasando el fuego de la creatividad, la semilla de la flor que ellas mismas no pudieron ni plantearse ver crecer; como una carta cerrada que no pudieron ni abrir.
Y así ocurrió, sin duda, con mi propia madre. A diferencia de las canciones de Ma Rainey, que retuvieron el nombre de su creadora al menos al cantarlas la poderosa voz de Bessie Smith, no existirá nunca ningún poema o canción que lleve el nombre de mi madre. Y sin embargo, muchas de las historias que escribo, que escribimos todas y todos, son historias de mi madre. Hace muy poco conseguí darme verdadera cuenta de esto: que al escuchar, año tras año, las historias que mi madre contaba de su vida, he ido absorbiendo no sólo esas historias sino también algo en su manera de hablar, algo de la urgencia que supone el saber que sus historias (y su vida) deben quedar registradas. Esto explica, probablemente, por qué escribo tanto sobre personajes cuyos iguales en la vida real serían mucho mayores que yo.
Contar estas historias, algo que mi madre hacía con la misma naturalidad que respirar, no fue la única forma en que mi madre se reveló como artista. Las historias podían ser interrumpidas, podían quedarse sin final: había que hacer la cena, había que salir a por el algodón antes de que empezaran las lluvias. La artista que fue y es mi madre se me reveló después de muchos años, y esto es lo que al fin descubrí:
Mi madre adornaba con flores todas las viejas casas que nos vimos obligados a habitar, como Mem, un personaje de The Third Life of Grange Copeland. Y no hablo de que plantara la clásica franja de zinias que luego crecería desordenadamente. Plantaba (y planta) ambiciosos jardines, con más de 50 variedades distintas de plantas que irían floreciendo entre marzo y fines de noviembre. Antes de marcharse a trabajar los campos, regaba sus flores, recortaba la hierba, plantaba nuevos cuadros. Cuando volvía de la faena, a veces cortaba los bulbos en dos, o cavaba una zanja para combatir el frío, arrancaba y replantaba rosas, o podaba ramas de los arbustos más altos, o de los árboles, lo que le diera tiempo a hacer antes de que la noche no la dejara continuar.
Plantara lo que plantara, crecía como por arte de magia, y sus flores la hicieron famosa en tres condados. Gracias a su creatividad, incluso cuando recuerdo lo pobres que éramos, veo flores: girasoles, petunias, rosas, dalias, forsitias, espíreas, delfinios, verbena… y muchas más.
Y recuerdo que la gente venía a su jardín a buscar esquejes; y puedo oírles aún halagándola por ser capaz de crear jardines incluso en las tierras más rocosas. Jardines tan vibrantes de color, tan originales en su diseño, tan impresionantes en la vitalidad y creatividad que mostraban, que hasta la fecha, la gente (perfectos e imperfectos extraños) busca nuestra casa de Georgia para admirar el artístico jardín de mi madre, o pasearse por él.
Yo lo observo: a mi madre sólo se la ve radiante, al punto de ser casi invisible (excepto como Creadora: mano y mirada), cuando está trabajando en sus flores; y es que está haciendo algo que alimenta su alma, ordenando el universo a imagen de su propia concepción de la Belleza.
Su rostro, cuando prepara este Arte suyo, es un legado de respeto que me deja, por todo lo que ilumina y ama la vida. Lo que me transmite es el respeto por las posibilidades; y la voluntad de aprovecharlas.
Para ella, tan acosada, tan invadida de tantas maneras, ser una artista ha seguido siendo parte de su vida cotidiana. Esta capacidad para resistir, incluso de formas muy sencillas, es una labor que han hecho las mujeres negras durante mucho tiempo.
(…)
Guiada por mi herencia de amor a la belleza y respeto por la fortaleza, buscando el jardín de mi madre, encontré el mío propio.
Y quizá en África, hace más de 200 años, hubo una madre así. Quizá decoraba las paredes de su choza con pinturas brillantes y atrevidas, naranjas y amarillos, verdes…; quizá se oían sus dulces canciones (en la voz de Roberta Flack) envolviendo el poblado; quizá tejía las más asombrosas esterillas, quizá era la más ingeniosa narradora de entre todos los narradores de la aldea. Quizá era poeta, aunque sólo nos hayan llegado firmados los poemas de su hija.
Quizá la madre de Phillis Wheatley fue también artista.
Quizá su huella no se encuentra sólo en la vida biológica de Phillis Wheatley.
[FIN] (pp. 235-243)
*Nota: Walker acuñó el término "womanist" evitando tener que decir ‘feminista’, pues asociaba el feminismo con las mujeres blancas. Pienso –y siento decirlo, pero lo pienso– que la definición de womanist es un gran lío. No creo que haya arraigado, de hecho, posiblemente porque con la evolución, hemos incorporado la consciencia de que aunque hay temas específicos de cada grupo humano, también hay temas comunes, -la opresión machista y misógina-, que, no obstante, se pueden entender y nombrar y abordar de diferentes maneras, según los diferentes rasgos culturales y situaciones sociales.
**Otra nota: Aunque supongo que ella no pretendería explicar el mundo entero de las creadoras con la idea de la espiritualidad (como posiblemente Woolf tampoco pretendiera explicar toda creatividad; quienes se ve obligadas a buscar su identidad, su comprensión del mundo, no están en la misma situación que quien, desde el poder, pretende definir el mundo y la identidad de todo el mundo, como ha ocurrido durante siglos en la Historia y los usos y costumbres generados por el patriarcado), el hecho es que lo nombra como total (como Woolf lo suyo), y a mí el tema de explicar toda acción humana a través de lo espiritual, como persona no espiritual en un mundo machacado por las religiones, me incomoda. Aunque la inmensa mayoría de las artistas hubieran sido espirituales, no es la espiritualidad lo único que genera el arte, el impulso creativo. (Lo desesperante frente a la gente creyente, como frente a uno de los prototipos de hombre patriarcal, es que saben mejor que tú qué es lo que sientes. La gente creyente debería ser más respetuosa con la existencia de la gente no creyente.)
Información sobre uso de este material: del original, consultar Alice Walker; de la traducción copyleft
Publicado en mujerpalabra.net en noviembre del 2010