Cuando
iban por el lindero en bicicleta
(primera mitad del relato)
El
séptimo caballo
Cuando iban por el lindero en bicicleta
Ediciones Siruela
Traducción: Francisco Torres Oliver
Más sobre Leonora...
|
Revisado:
8-3-03
Cuando iban por
el lindero en bicicleta, las zarzas retraían sus
espinas como esconden los gatos sus uñas.
Era digno de ver: cincuenta gatos negros, otros tantos
amarillos, y luego ella; y no podías estar seguro
de que fuera una criatura humana. Sólo su olor
despertaba ya dudas al respecto: olía a una mezcla
de especias y caza, establo, piel de animal y yerbas.
Cuando cogía la bicicleta, tomaba los peores caminos:
bordeaba los precipicios, o se metía entre los
árboles. Quien no ha montado nunca en bicicleta
lo habría encontrado difícil; pero ella
estaba acostumbrada.
Se llamaba Virginia Fur; tenía una melena de varios
metros y una manazas enormes, con las uñas sucias;
sin embargo, los habitantes de la montaña la respetaban,
y ella se mostraba siempre deferente con sus costumbres,
también. Es cierto que la población, allí,
la constituían las plantas, los animales y los
pájaros; de los contrario, la cosa no habría
sido igual. Naturalmente, a veces tenía que soportar
que la insultaran los gatos, pero ella les devolvía
los insultos con las mismas voces y el mismo lenguaje.
Virginia Fur vivía en un pueblo abandonado por
los hombres hacía tiempo. Su casa tenía
boquetes por todas partes; boquetes que había hecho
ella para la higuera que crecía en la cocina.
Salvo el garaje para la bicicleta, el resto de las habitaciones
estaban ocupadas por los gatos; había catorce en
total.
Por las noches salía a cazar; pero por mucho que
la respetasen, los animales del monte no se dejaban matar
así como así: de manera que varios días
a la semana se veía obligada a comer perro pastor,
y a veces cordero, o niño; aunque esto último
muy rara vez, dado que no se acercaban por allí.
Una noche de otoño notó, para su sorpresa,
que la seguían unas pisadas más ruidosas
que las de un animal; pisadas que se acercaban deprisa.
Le llegó el olor repugnante a ser humano; aceleró
el pedaleo cuanto podía, pero fue en vano. Cuando
su perseguidor llegó a su altura, se detuvo.
--Soy san Alejandro --dijo--. Baja, Virginia Fur: quiero
hablar contigo.
¿Quién era este individuo que se atrevía
a hablarle con esa familiaridad? Un tipo, además,
extraordinariamente sucio, con hábito de monje.
Los gatos se quedaron a desdeñosa distancia.
--Vengo a pedirte que entres en la iglesia --prosiguió--.
Espero ganar tu alma.
--¿Mi alma? --replicó Virginia--. Hace tiempo
que la cambié por un kilo de trufas. Ve a pedírsela
a Igname, el jabalí.
El desconocido meditó esta noticia con toda la
extensión de su cara verdosa. Por último
dijo con astuta sonrisa: "Tengo, no lejos de aquí,
una ermita pequeña y preciosa. Es una maravilla
de lugar; ¡y qué cómodo, amiga mía!
Todas las noches hay apariciones. Y tienes que ver el
cementerio; ¡es un sueño, de veras! Hay una
perspectiva de montañas de cien millas o más.
Ven conmigo, Virginia --continuó con voz afectuosa--.
Te prometo, por la cabeza del niño Jesús,
que tendrás un hermoso lugar en mi cementerio,
justo al lado de la estatua de la Santísinia Virgen
(y creéme que es el mejor sitio). Yo mismo dirigiré
los ritos de tu funeral. Imagina: ¡tus exequias
celebradas por el gran san Alejandro!".
Los gatos gruñeron impacientes, pero Virginia se
lo estaba pensando. Había oído decir que
en las iglesias había buena vajilla. Algunas piezas
eran de oro; y el resto tendría siempre su uso.
Alertó a los gatos en su lenguaje, y dijo al santo:
"Señor, lo que me dice me interesa en cierto
modo, pero va en contra de mis principios interrumpir
la cacería. Si voy con usted, tendré que
cenar con usted, y lo mismo los cien gatos, como es natural".
San Alejandro miró a los gatos con cierto recelo,
y asintió con la cabeza.
--Para llevarte por el sendero de la Verdadera Luz --murmuró--,
haré un milagro. Pero comprende que soy pobre,
muy muy pobre. Sólo como una vez a la semana, y
esa única comida consiste en cagarrutas de oveja.
Los gatos se pusieron en marcha sin entusiasmo.
A un centenar de metros de la iglesia de san Alejandro
había lo que él llamó "mi jardín
de Florecillas de la Mortificación". Consistía
en diversos instrumentos tétricos medio sepultados
en la tierra: sillas hechas de alambre ("yo me siento
en ellas cuando están al rojo, y no me levanto
hasta que se enfrían"); enormes bocas sonrientes
(de dientes puntiagudos y emponzoñados; ropa interior
de hormigón armado llena de escorpiones y víboras;
cojines hechos con millones de ratones negros que se mordían
los unos a los otros... cuando las benditas nalgas no
estaban sobre ellos.
San Alejandro mostró con cierto orgullo su jardín,
objeto por objeto. "Jamás pensó la
pequeña Teresa en una ropa interior de hormigón
armado --dijo--. De hecho, no recuerdo en este momento
que se le haya ocurrido a nadie tal idea. Pero claro,
todos no podemos ser genios."
En
la entrada de la iglesia había alineadas una serie
de estatuas de san Alejandro en diversos periodos de su
vida. Había otras de Jesucristo también,
aunque mucho más pequeñas. El interior de
la iglesia era muy confortable: cojines de terciopelo
de color rosa ceniza, biblias de plata real, y Mi vida
inmaculada, o Los rosarios del alma de san Alejandro,
escrita por él mismo; ésta en una encuadernación
con piedras preciosas de color azul pavo real. Unos bajorrelieves
de ámbar en los muros ilustraban detalles íntimos
de la vida del santo en su niñez.
--Acomodaos --dijo san Alejandro; y los cien gatos se
sentaron sobre cien cojines de color rosa
ceniza.
Virginia se quedó de pie y examinó la iglesia
con interés. Olió el altar, que exudaba
un olor vagamente familiar, aunque no consiguió
recordar dónde lo había notado anteriormente.
San Alejandro subió al púlpito y explicó
que iba a realizar un milagro: todos esperaron que estuviera
hablando de comida.
Cogió una botella de agua y asperjó en todas
direcciones.
Nieve
de pureza
empezó
en voz muy baja,
Pilar
de virtud
sol de belleza
perfume...
De esta
manera siguió hasta que del altar brotó
una nube: una nube que era como la leche agria. A continuacion,
la nube adoptó la forma de un cordero gordo de
ojos malignos. Al punto gritó san Alejandro, más
alto cada vez, mientras el cordero ascendía flotando
hacia el techo:
--Cordero de Dios, amadísimo Jesús, ruega
por los pobres pecadores --clamó el santo. Pero
su voz, tras alcanzar el máximo de su potencia,
se quebró. El cordero, que se había hecho
enorme, estalló y cayó al suelo en cuatro
trozos. En ese momento los gatos, que habían estado
observando el milagro sin hacer un movimiento, se abalanzaron
sobre el cordero con un gran salto. Fue su primera comida
del día.
Se acabaron el cordero enseguida. San Alejandro desapareció
en una nube de polvo; toda la que
quedaba del olor a santidad. Una voz débil y remota
siseó: "Jesús ha derramado su sangre.
Jesús ha muerto. San Alejandro se vengará".
Virginia aprovechó para llenar su bolsa con vajilla
sagrada, y abandonó la iglesia seguida de los
cien gatos.
La bicicleta cruzó el bosque a velocidad vertiginosa.
Virginia llevaba murciélagos y mariposas nocturnas
aprisionados en el pelo: con sus manos extrañas,
hizo una señal a los animales de que había
terminado la caza; abrió la boca y se le coló
un ruiseñor ciego. Se lo tragó, y cantó
con la voz del ruiseñor: "Jesusito ha muerto,
y nosotros hemos cenado magníficamente".