Pensamiento - Sexualidad, afectos y cultura
La violencia entre mujeres (4)
Clepsidra
Navegación por las partes de La violencia entre mujeres, de Agüilla:
1. Cómo escuchar 2. Las palabras de mi madre 3. Las palabras del Otro 4. Mis palabras
4. Mis palabras
En mi deseo por reencontrar mis palabras acudo a un texto, ese que mi compañera Margarita llama "mi biblia": El Sottosopra Rosso . Sé que en él hallaré mis palabras porque reconozco en sus autoras la capacidad para ser autoras de autoridad femenina. A lo largo de este año he comprobado en muchas ocasiones cómo se ha generado autoridad femenina en la relación que, después de tantas lecturas, he establecido con ellas[37]. Por eso, cuando me siento perdida acudo a él: siempre me da la medida que necesito para encontrar mi pensar en propio. Normalmente también acudo a mi madre, pero ahora ella está lejos y las llamadas a España son muy caras[38]. En cualquier caso, mi vínculo con ella hace que sus palabras estén presentes en esta nueva relectura del Sottosopra Rosso.
Y sí, la tesis del final del patriarcado me revela que efectivamente mi análisis precedente ha sido víctima de la mirada del Otro. Pienso que probablemente me ocurrió lo que explica Luisa Muraro que le pasa a Teresa de Lauretis cuando afirma que las mujeres tenemos interiorizada la mirada objetivadora[39]. Esto es así para los hombres o en una cultura dominada por los hombres. Sin embargo, la toma de conciencia feminista ha revelado que, respecto a nosotras mismas, nos vemos o nos vivimos como vistas por el Otro, pero sin perder enteramente una proximidad "entre sí y sí", mediada por la relación con la madre o con otras mujeres. Por muy potente y eficaz que sea la mirada masculina, ésta no comprende la totalidad de nuestra experiencia. De hecho, es esto lo que ha posibilitado la puesta en palabras del final del patriarcado: "la precedencia de algo distinto". O lo que es lo mismo: que "el patriarcado no lo ha(ya) ocupado todo"[40].
Ese espacio no asimilable por el patriarcado es el vínculo[41] que se genera en la relación madre-hija, que por ello es, en palabras de Luisa Muraro, "la pareja creadora del mundo". La lectura del Sottosopra Rosso me ha hecho descubrir que estaba equivocada cuando pensé que entre nosotras no mediaba un tercero. Sí que media, pero éste no tiene que ver con el derecho ni con el Estado porque nuestra medida no tiene que ver en modo alguno con el poder, sino lo que es más extraño al poder: la relación con nuestra madre. Ese tercero que media entre nosotras es por tanto el orden simbólico de la madre. Mi análisis precedente, ese que he dado a llamar: "las palabras del Otro", es un análisis filosófico, abstracto, separado de la realidad. Así, la idea de Luisa Muraro de que la filosofía es hija de la ocultación de la relación madre-hija se muestra aquí en todas sus dimensiones: ha sido la filosofía la que me ha hecho obviar esa relación primera que es, por otro lado, la que me autorizó para empezar a escribir. La mediación de las mujeres de la Librería de Mujeres de Milán ha logrado que mi separación del pensamiento abstracto se de al mismo tiempo que el desvelamiento de la relación madre-hija, desmontando todo mi análisis anterior.
La relación madre-hija es la primera estructura de amor y no-violencia. En ella se puede dar el amor o el odio, pero nunca la violencia. El odio hacia la madre es deudor del legado de la madre, legado que nunca anula el vínculo con ella[42]. Esta relación primera se da entre dos mujeres, y es la que crea la infraestructura para las futuras relaciones, al menos entre mujeres. Así, pienso que la tesis del final del patriarcado, o lo que es lo mismo, la afirmación del orden simbólico de la madre, reconduce el camino del pensamiento de la violencia entre mujeres: la relación entre mujeres nos remite a la relación con la madre, pues lo que media entre nosotras es el orden simbólico de la madre.
El patriarcado no ha llegado a darle forma a nuestras relaciones. Podríamos pensar que no ha sido capaz porque tampoco se lo ha propuesto: creyó suficiente obliterar nuestra relación con la madre, relegarnos al backstage, a los bastidores de la representación masculina y de lo masculino. Pero creo más bien que aunque el patriarcado se hubiese esforzado en transformar la relación madre-hija, no lo hubiese logrado, pues la naturaleza simbólica de esta relación se lo hubiese impedido[43]. El patriarcado es incapaz de mediar en nuestras relaciones porque éstas están ordenadas por el orden simbólico de la madre. Así, creo que debemos pensar la relación madre-hija más que como el background de lo masculino, como el backcloth, el telón de fondo que da forma y estructura lo que delante de él se represente.
Intento mirar ese fondo de la escena y no veo violencia. Veo a amigas que se juran amor eterno, fidelidad y lealtad. Escucho sus palabras de compromiso, de affidamento, cuando aparece la primera figura masculina –el novio–: "Los novios van y vienen pero las amigas son para siempre". Veo actuar la mediación femenina y la autoridad: "si a mi mejor amiga no le gusta mi novio lo dejo". Veo el amor incondicional de las madres y veo la conciencia de las hijas de que esto es así: "mi madre nunca me fallará, siempre estará a mi lado". Veo profesoras que marcan nuestras vidas de tal forma que hasta nos cuesta reconocer[44]. Veo la vida que desprenden los cuerpos de las niñas jugando entre ellas en el patio del colegio[45]. Veo amigas de las madres que nos adoptan como hijas. Veo tías que nos advierten y aconsejan. Veo abuelas[46]. Veo que es cierto ese dicho de que detrás de un gran hombre hay una gran mujer, pero veo también que detrás, o al lado, de esta gran mujer hay otra gran mujer. Veo mujeres que prefieren leer libros escritos por mujeres. Veo cafés entre madres que son un punto de inflexión en sus vidas. Veo viajes femeninos[47]. Veo mujeres que se enamoran de otras mujeres[48]. Veo movimiento, veo color, veo amor, y no encuentro la violencia. Fijo entonces mi vista sobre los supuestos protagonistas de la representación y escucho sus interpretaciones de lo que yo he visto. En ellas si hay violencia: mujeres proselitistas adultas que intentan captar a niñas, madres castradoras, madres-fálicas, amigas que por envidia hacen que sus amigas dejen a sus novios, mujeres radicales sin sentido del humor[49] y un sin fin de "palabras del Otro" que se alejan de la realidad y sólo muestran la mirada masculina.
Ahora bien, ¿es ciertamente así? ¿Todo conflicto entre mujeres es aparente y lo sentimos real por la imposición de la mirada del Otro? Me temo que no. Que no hay rosas sin espinas como no hay vínculos sin legados. Y todas sabemos que la relación con la madre, aquella a la que hemos dicho que remite nuestra relación con otras mujeres, nunca es idílica. Quiero decir que si bien el vínculo con la madre nos ha hecho ver y también vivir cuanto hemos relatado que ocurría en ese telón de fondo, debemos considerar también lo que nos ha mostrado Diana Sartori : la presencia del negativo en la relación con la madre no es fácil de cercar pues el vínculo se da mezclado con el legado, por tanto, todo cuanto tenga lugar en el escenario de la relación con la madre será necesariamente de carácter trágico.
Y he aquí la cuestión: el hecho de que la violencia entre mujeres nos remita al negativo de la relación con la madre me lleva a plantearme si es realmente violencia lo que se da entre nosotras. Ya hemos dicho que la relación con la madre es lo más ajeno a la violencia y si es ésta la estructura de las futuras relaciones con otras mujeres ¿puede darse realmente violencia en ellas? Me paro a pensar pues en el concepto de violencia. Cuando lo pensé por vez primera lo hice teniendo en mi horizonte el concepto de "violencia simbólica" de Bourdieu. Pensé que los celos, las envidias, los juicios sumarísimos –como aquél de mi madre– y todos esos negativos que se consideran tan femeninos eran maneras de reproducir la violencia simbólica instaurada por el patriarcado. Ahora me doy cuenta de que no, de que estos negativos no son violencia, sino muestras del reconocimiento femenino de la diversidad entre mujeres. Mi primer acercamiento a esta idea vino de la mano de María Zambrano, quien considera la envidia como la custodia de la alteridad[50]. Cuando envidiamos a una mujer estamos afirmando su diferencia y al mismo tiempo estamos afirmando también nuestro deseo. Al envidiarla se me hace presente mi deseo y me reafirmo en él. Así, lo que media entre nosotras no es el sexo masculino, como ellos han imaginado –y han llegado incluso a hacernos creer– sino nuestro deseo[51]. De este modo, el excedente libidinal que supone nuestra envidia no se vuelve hacia algo exterior a nosotras, sino que revierte sobre nosotras. Desde la imaginación patriarcal la envidia entre mujeres revierte sobre el hombre: es él el que queda representado como valioso. Mas desde nuestra perspectiva la envidia opera de tal manera que es capaz de restituirnos nuestra voz a través del reconocimiento de otra mujer. Esto es, la envidia, ese sentimiento considerado desde siempre tan femenino, es mediación femenina. Por tanto, es a la vez muestra de nuestra necesidad de mediación[52].
En este sentido, considero que este análisis puede iluminar el hecho de que actualmente percibamos más envidias y celos entre mujeres. Pienso que esta es una consecuencia inesperada de la deificación del mito de la igualdad y que muestra su inadecuación a la vez que desvela la diferencia sexual. Me explico. La teoría de la igualdad entre los sexos parece darse por sentada, por hombres y mujeres, en casi todos los ámbitos en los que la presencia femenina es ineludible. Desgraciadamente, al menos en los contextos que yo conozco, la presencia de las mujeres tan sólo ha significado por ahora un cambio cuantitativo, mas no cualitativo[53]. Las mujeres sienten su feminidad como una condición, pues es así como estamos definidas por el paradigma de la igualdad: de acuerdo con la "condición de oprimidas"[54]. Así, la experiencia femenina queda reducida a algo impuesto por el Otro, en definitiva a algo que no viene de nosotras mismas. El feminismo de la emancipación, en su deseo de huir de una definición biologicista de la feminidad, en su obsesión por huir del esencialismo, ha llevado a cabo una operación que mantiene, desde mi punto de vista, el esquema del esencialismo[55]. Este esquema radica a mi modo de ver en que tanto la teoría de la polaridad de los sexos, invertida o no, como la teoría de la unidad de los sexos[56] se ordenan por la lógica de la mismidad, que es necesariamente excluyente. La condición de oprimidas nos homogeneiza, diluye las diferencias entre nosotras[57]. Por ello pienso que la creciente envidia entre mujeres anuncia el ocaso del mito de la igualdad, pues tiene que ver con una reacción en contra de esa homogenización. Nos revolvemos en contra de ella en nuestra necesidad de marcar nuestras diferencias.
Ahora bien, ¿por qué sentimos esta necesidad? Pienso que por dos motivos. Uno, para desmarcarnos de la lógica de la mismidad, que nos es tan ajena por nuestra incapacidad para objetivar al otro y que se traduce en nuestro estar hartas de escuchar: "todas las mujeres son iguales". Y el segundo de los motivos, para dar pie a la generación de la autoridad femenina. Siento que en todas nosotras late este deseo, esta necesidad marcada por ese vínculo primero con nuestra madre; nuestra independencia simbólica nos lo exige. Y para que la autoridad femenina tenga lugar es indispensable que haya un reconocimiento de la diversidad entre nosotras y un sentido de la verticalidad que la envidia favorece[58]. La envidia presupone reconocimiento de la diversidad y admiración de otra, pues al fin y al cabo ponemos a la otra en un plano superior, en un plano que representa nuestro propio deseo. Pero esto no deja de ser una "puerta estrecha" y para que la envidia se canalice en la dirección de la generación de la autoridad femenina debe haber una "práctica de la desigualdad". Esta práctica solo puede darse en comunidades homosexuales femeninas, como Diótima, pues es la manera de evitar el acceso a la mirada masculina, mirada que probablemente interpretaría el desvelamiento de las diferencias entre mujeres como un acto violento, pues en su orden simbólico el valor, y el respeto por el otro, se halla en la ocultación de la diferencia[59].
Así las cosas, creo que podemos decir con la boca bien abierta que somos envidiosas, así nos ordena el orden simbólico de la madre[60], pues es la mediación que hemos hallado para generar autoridad femenina. Entonces descubro que el camino por el que me han llevado las palabras de mi madre me devuelven a sus palabras: "las mujeres somos más envidiosas que los hombres". Sí. Los hombres no suelen envidiar, ellos censuran. Y la censura no advierte el propio deseo en el reconocimiento de otro, sino todo lo contrario: coloca al otro en el no-ser para reafirmarse en el ser. Pero a pesar de esta diferenciación, la censura no presupone la diversidad sino la contraposición; la censura confunde la separación con la oposición. Por eso es tan frecuente en el mundo masculino, porque los hombres no parecen saber relacionarse con el otro si no es objetivándolo.
La censura es más masculina que femenina, pero también hay censura en las relaciones entre mujeres. Al fin y al cabo, el juicio de mi madre en torno a mi elección sexual no creo que pueda explicarse por envidia[61], era una censura. La censura es lo que realmente representa para mí el negativo en la relación con la madre, "la sombra de la madre"[62]. Nuestra primera reacción podría ser considerar que este negativo, que esta censura, se corresponde con el legado, pues éste está a menudo contaminado por orden patriarcal. Sin embargo, como hemos dicho de la mano de Diana Sartori, el legado se da mezclado con el vínculo. Así, siendo el vínculo con la madre lo más ajeno al patriarcado, el negativo de la madre no es apropiable por el patriarcado. La censura de la madre, como la posterior censura que se da entre mujeres, es de otra naturaleza, de una naturaleza no accesible al patriarcado.
Así, el juicio de mi madre en torno a mi lesbianismo no venía, como había pensado, del orden patriarcal ni de una aquiescencia ciega hacia la heterosexualidad obligatoria. Si bien estaba disfrazado de sus colores, ahora puedo ver la censura de mi madre como una manifestación del orden simbólico de la madre. Me explico. En la cultura dominante las relaciones lésbicas se conocen sólo por ser objeto de las fantasías masculinas. Pienso que los hombres disfrutan tanto viendo a dos mujeres haciendo el amor porque no son capaces de contar con el final del patriarcado. Se sienten los protagonistas absolutos de la escena porque de acuerdo con su orden simbólico, basado en la naturalidad de la violencia entre mujeres, dos mujeres sólo podemos fingir que nos amamos. Y este fingimiento no puede reportarnos placer alguno. Así, veo en esta fantasía masculina un sentimiento macabro de omnipotencia: primero hacen que nos odiemos, al menos ellos cuentan con que lo han conseguido, y después nos obligan, ellos lo sienten así, a que hagamos como si nos amáramos para ellos. Para ellos, sí, porque la tortura del otro es siempre un regocijo para el mismo; les recuerda que son ellos los que pueden torturar, y por tanto nunca ser torturados[63]. Siento que todo esto forma parte del mismo teatro de la especula(riza)ción patriarcal. Ellos proyectan la imagen del odio y necesitan que se la devolvamos invertida, pero en un gesto en el que ellos creen conocer las normas del juego. Y sin embargo... "y sin embargo se mueve", como dijo Galileo antes de la censura masculina que lo llevó a la muerte y como dijo Luce Irigaray en Speculum[64]. Ese espejo que colocan ante ellos no es plano sino cóncavo, y hay mujeres que podemos y realmente hacemos el amor entre nosotras.
Así, creo que al fin puedo entender ese planteamiento de mi madre. Pienso que mi madre consideraba un daño hacia ella mi lesbianismo porque al no haber reconocido el final del patriarcado consideraba mi opción como un efecto de la especula(riza)ción patriarcal. Y ella, que es madre y que es hija, sabía el agravio que entrar en este juego supondría para el orden simbólico de la madre. Su censura no era más que una defensa del orden simbólico de la madre en tiempos anteriores a los del final del patriarcado. El negativo de la relación con la madre siempre mantiene una referencia al orden simbólico de la madre, por eso, aunque nuestros oídos se empeñen en escuchar palabras patriarcales, las palabras de la madre, si bien pueden hacernos transitar por las palabras del Otro, nunca serán asimilables por el patriarcado y por tanto posibilitarán nuestra escucha de la realidad a través de nuestra lengua materna[65].
Así, considero que si bien es cierto que el privilegio histórico de los hombres es que están vinculados a su madre, nosotras contamos con un privilegio simbólico: formamos parte de la estructura del "continuum materno". Es la mirada anterior al final del patriarcado la que nos percibe desvinculadas, desterradas y lejos por tanto de la sororidad. Si lo que hace que los hombres sean solidarios entre ellos es su haberse apropiado de la potencia materna, el hecho de que nosotras que formamos parte de ese "continuum materno" seamos la potencia materna, ya es muestra del desorden simbólico que supone hablar de violencia entre mujeres.
[37] El Sottosopra Rosso siempre me enseña o sugiere algo y siempre siento lo que me dice como vinculante. Lo cual no significa en ningún caso que me deje sin palabras, como siento que hace Luce Irigaray, sino que me las devuelve, me las restituye. He ahí la autoridad femenina.
[38] Siempre he hablado mucho con mi madre de mis preocupaciones más intelectuales y ella, sin formación universitaria, siempre me da la medida que necesito para iniciar el camino. De hecho, he de decir que si bien la autora de los ejercicios del Master he sido yo, ha sido mi madre la que me ha autorizado a escribirlos.
[39] Dice Teresa de Lauretis, citando a John Berger: "Una mujer debe mirarse a sí misma constantemente. Está casi constantemente acompañada por la propia imagen de sí misma (...) hasta el punto de considerar la parte de sí misma que observa y la que se siente observada como los dos elementos constitutivos, si bien siempre distintos, de la misma identidad de mujer. (...) Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres miran como son miradas. Eso determina no sólo la mayor parte de las relaciones entre hombres y mujeres sino también la relación entre las mujeres y sí mismas. La parte de la mujer que se observa es masculina: la parte que se siente observada es femenina. Así la mujer se transforma en objeto –y más exactamente en un objeto visual: una vista". "Sujetos excéntricos" en Teresa de Lauretis, Diferencias, Madrid, horas y HORAS, 2000, pp. 16-17.
[40] Debo decir aquí que no hubiese sido capaz de captar la afirmación de que el patriarcado no lo ha ocupado todo sin la ayuda de la perspectiva de las profesoras historiadoras de este Master. Pienso que ellas están más dotadas para desvelar lo invisibilizado, "lo inaudito", en palabras de Chiara Zamboni, esto es, la libertad femenina no prevista en las sociedades patriarcales. Siento que ellas están más abiertas a la diversidad, multiplicidad y pluralidad de los hechos, por eso les es más fácil reconocer que ha habido otra historia, que el patriarcado no ha ocupado toda la realidad. Por tanto, no las considero importantes sólo por esa tarea de auscultación de las voces femeninas pasadas (Teresa de Jesús, Duoda, Margarita Porete...). Ellas me han enseñado una perspectiva distinta, una perspectiva que pienso que es más difícil de percibir para las que hemos estudiado filosofía, pues pienso que es la formación que de entre todas educa más concienzudamente nuestros oídos, esto es, la que nos los desordena más.
[41] Cuando utilizo la palabra "vínculo" en relación a la relación con la madre siempre tengo en mente el maravilloso texto de Diana Sartori: "Un vínculo sin legado" (17 págs.), incluido en la publicación italiana de "La tentazione del bene" en Diotima, La magica forza del negativo , Nápoles, Liguori, 2005, pp. 9-33.
[42] Que la relación con la madre sea un "vínculo sin legado" significa que la autoridad de la madre no incluye los contenidos positivos que le damos a nuestra libertad, sino sólo la relación de referencia simbólica a la madre.
[43] Hablo en pretérito pluscuamperfecto del subjuntivo porque el patriarcado tuvo su momento y éste ya acabó. Somos muchas las mujeres que hemos decretado su muerte. Tantas, y nos relacionamos tanto con otras mujeres, que ya no hay vuelta atrás.
[44] Durante mucho tiempo me negué a reconocer que había estudiado filosofía por mi relación con Mar, mi profesora de filosofía de Bachillerato. Sentía que reconocerlo supondría que mi amor por la filosofía no era original. Ahora veo cómo la mediación femenina establecida con Mar es precisamente la fuente de la originalidad de mi pasión por la filosofía.
[45] En el trayecto desde donde vivo en Verona hasta la facultad de filosofía hay un colegio y casi siempre que he pasado por delante ha coincidido que las niñas –y los niños– estaban en el recreo. En todas esas ocasiones no he podido evitar detenerme y contemplarlas. Hay tanta belleza en cómo se miran, en cómo se hablan, en cómo se tocan, en cómo se ríen. Me llenan de alegría y me han hecho descubrir lo lejos que he estado de esta maravilla en Tenerife. Estoy segura de que a mi regreso localizaré los colegios de primaria con patios al descubierto.
[46] No incluyo tras las abuelas ninguna frase subordinada porque no sabría qué decir de ellas. Son tanto. Su mera existencia nos hace ineludible la presencia de una genealogía femenina en nuestra propia familia. Nos hablan de nuestras madres como hijas y aprendemos así que lo realmente significativo no es ser madre, sino reconocerse hija, nacida de madre.
[47] Siento que cada vez es más frecuente que los ayuntamientos, presionados por mujeres que cuentan con la experiencia de otras mujeres, organicen al menos una vez al año un viaje para las mujeres del pueblo. En estos viajes está negada la presencia de ningún varón. Creo que estas iniciativas de mujeres son una muestra de la necesidad de comunidades homosexuales femeninas para la libertad de las mujeres, o lo que es lo mismo para reparar la relación madre-hija.
[48] Debo decir que el enamoramiento entre mujeres sólo puede intuirse en ese telón de fondo. Pienso que nosotras estamos detrás de ese telón. Quién sabe, quizás sean nuestras siluetas, apenas entrevistas, las que, junto con el vínculo madre-hija, iluminan y dan forma a parte de lo que ocurre en ese telón de fondo. Pienso en lo que pensarían Adrienne Rich, Monique Wittig o incluso Teresa de Lauretis sobre esto. Y creo que será mejor retomar el tema en otro trabajo. Esta idea ha surgido tras muchos años de charlas con mi amiga Arancha, también alumna del Master. Aún no he leído su trabajo, pero sé que en él habla de conciliar el "continuum lesbiano" de Adrienne Rich con el "continuum materno" de Luisa Muraro. Lo recomiendo de antemano.
[49] Me resulta curioso cómo para muchos hombres las mujeres que tendemos a agruparnos entre nosotras somos mujeres radicales y sin sentido del humor. Y es que ciertamente sus chistes no suelen hacernos gracia. Hace que piense en el estudio de Freud en torno a la sintaxis inconsciente del chiste.
[50] No conozco la referencia de dónde lo dice. Supe de estas palabras suyas a través de un chat con Maria-Milagros Rivera Garretas.
[51] Me han iluminado las palabras de Lia Cigarini en torno al deseo. Lia Cigarini, La política del deseo. La diferencia femenina se hace historia. Barcelona. Icaria, 1996.
[52] Imagino que los motivos de la envidia entre mujeres pueden deberse a una necesidad de reconocimiento por parte de otra mujer y reflejan, en palabras de Luisa Muraro, la desesperación de no poder nunca introducirse en una relación vital con la madre.
[53] Me refiero a que, salvo en raras excepciones, no soy capaz de ver una feminización del ámbito laboral, si bien éste cuenta cada vez con una gran mayoría de mujeres. He pensado en torno a ello a partir de la lectura de: Annarosa Buttarelli y otras, Una revolución inesperada. Las mujeres en el mercado de trabajo, Madrid, Narcea, 2001.
[54] A este respecto dice Maria Milagros Rivera: "Cuando el significante de la queja domina todo el panorama, cuando empapa toda la interpretación de la experiencia personal y del mundo, la vida femenina se traduce en "condición", condición desagradable de la que hay que salir mediante la lucha por la liberación y por derechos iguales que los de los hombres con derechos". Maria-Milagros Rivera Garretas, El fraude de la igualdad, Barcelona, Planeta, 1997, cap. III.
[55] A este respecto escribe Luisa Muraro que sentir que debemos optar por la naturaleza o por la cultura supone una negación de la madre: "La diferencia sexual está presente desde los orígenes en la relación con la madre. Por esto no admite la reducción ni al dimorfismo sexual, por una parte, ni a un efecto cultural, por otra, como sugiere erróneamente, en cambio, la oposición sexo/género retomada también por una parte del pensamiento feminista, pero de suyo tributaria del proyecto masculino de rehacer y suplantar la obra de la madre". Luisa Muraro, El orden simbólico de la madre, Madrid, horas y HORAS, 1994, p.54. Original de 1991.
[56] Sigo la terminología acuñada por Prudence Allen en: Prudence Allen, The Concept of Woman. The Aristotelian Revolution. Montreal: Eden Press, 1985.
[57] Se nos podría decir que al sentirnos ordenadas por el orden simbólico de la madre también nosotras nos imponemos una definición; pero es que, como hemos dicho, el orden simbólico de la madre no es un totem, sino una práctica de significación. En cualquier caso, pienso que esta acusación se debe una confusión en torno a los conceptos de autonomía y dependencia. Reconocer el orden simbólico de la madre no es más que sabernos ordenadas por él, y esto no es otra cosa más que sabernos libres, pues somos conscientes de las condiciones de posibilidad de la libertad. Por eso, en la teoría y práctica política de la diferencia femenina, no hay definición sino una apertura a las definiciones, ya que nos permite la entrada a un orden en el que la necesidad es virtud y los círculos viciosos se convierten en círculos virtuosos. Y no es precisamente una definición el reconocimiento del sentido libre de nuestro ser mujer.
[58] En el deseo de oponerse a la verticalidad fálica muchas mujeres han optado por la horizontalidad, pero estas estructuras no funcionan, les falta poner en palabras la contratación entre mujeres. Mas es posible practicar la verticalidad en un sentido ajeno al poder. En este sentido, el término que reconoce autoridad no es subordinado, sino más bien el agente activo de la generación de la autoridad.
[59] En un intento de conciliación, Luce Irigaray considera que existe un deseo de la diferencia también en el orden masculino, pero reprimido: "¿Pero por qué habría de ser imposible que exista el deseo de la diferencia, y el deseo de lo otro? Por otra parte, toda reabsorción de la alteridad en el discurso de lo mismo ¿no significa un deseo de la diferencia, pero un deseo que siempre habría –para hablar en un lenguaje vergonzosamente psicológico– dado miedo? Y que por esta razón siempre habría "velado" –en su fobia– la cuestión de la diferencia de los sexos y de la relación sexual." Luce Irigaray, Ese sexo que no es uno, Madrid, Saltés, 1982, pp.125-126. Original de 1977. Pienso que el deseo de Luce Irigaray por una coexistencia pacífica entre los sexos la lleva a considerar, como hace incluso en Speculum, que la lógica de lo mismo es anterior e independiente del simbólico patriarcal. Considero que este deseo de Luce Irigaray no está bien enfocado, pues a medida que ella cree ir avanzando en la mejora de las relaciones entre los sexos, va mermando la calidad de la relación de los sexos, en concreto del sexo femenino con su infinito propio. La distinción entre "relación entre los sexos" y "relación de los sexos" es de Maria-Milagros Rivera Garretas, El fraude de la igualdad, Barcelona, Planeta, 1997, cap. II. Y la idea que expongo acerca de la obra de Luce Irigaray está magistralmente tratada por Luisa Muraro en su artículo: "El concepto de genealogía femenina". Las comunidades femeninas como Diótima favorecen la relación del sexo femenino con su infinito propio, y de este modo favorecen también la "relación entre los sexos", pues fomentan la generación de autoridad femenina y es ésta la única capaz de poner límites al simbólico masculino.
[60] Resuenan aquí las palabras de Diana Sartori: "mientras que el orden simbólico masculino da ordenes, el orden simbólico de la madre nos ordena".
[61] ¡Mi madre nunca me perdonaría que lo hiciera!
[62] "La sombra de la madre" son las palabras que dan título al gran seminario de Diótima de este año. Tuve la suerte de asistir a un encuentro previo al seminario en el que cada una de las mujeres –presentes– de Diótima expusieron su sentido del negativo en la relación con la madre. Siento esta concurrencia de intereses como una coincidencia feliz que me ha acompañado a lo largo de toda la escritura de este texto.
[63]Se trata ésta de una operación semejante a la del fantasma de la castración, con el que se dice que los hombres cargan toda su vida pero que a la vez les recuerdan constantemente que ellos no están castrados, que ellos están en el lado del valor, del ser.
[64] Es necesario acometer una revolución copernicana relativa a la diferencia sexual. Los hombres deben darse cuenta de que realmente no son el centro. Y aunque se identificaran ahora con el sol, no deben perder de vista que la tierra (las mujeres) gira sobre sí misma. La tierra ya no es un "objeto" fijo, un objeto plano en el que se refleja el sol (los hombres), la tierra gira sobre sí misma y con su espejo cóncavo (espéculo) desenfoca los reflejos del sol. Luce Irigaray, Speculum. Espéculo de la otra mujer, Madrid, Saltés, 1978. Pp. 149-164.
[65]Pienso que si aceptamos esa "sustitución sin sustitutos" que supone la lengua materna desaparecerán parte de los motivos de nuestros conflictos. Tengo la intuición de que el negativo de la relación con la madre (se) manifiesta (cuando se da) un conflicto histérico con la restitución de la madre.
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Publicado en mujerpalabra.net en octubre 2012